Por: Miguel Ángel Malavia
Bergoglio, joven argentino de familia migrante y humilde, acude alegre a una fiesta con sus amigos. Al pasar frente a una iglesia, “algo” le lleva a entrar. Luego, “algo” le mueve a confesarse con su anciano sacerdote. Hasta que este le suelta de golpe: «Y vos, ¿por qué no te metes a cura?». Se queda impactado, desnudo. Siente sin ninguna que Dios le llama. Le ha mirado con misericordia y le ha elegido. ‘Misera atque eligendo’ será siempre su lema vital. Por algo todo ocurrió el día de san Mateo. Como el recaudador de impuestos, pese a saberse “un gran pecador”, acepta la llamada de Jesús de Nazaret.
Bergoglio, superior de los jesuitas argentinos en tiempos de la dictadura militar, que causó 30.000 “desaparecidos”. Él, siendo el principal representante de una comunidad estrechamente vigilada, se jugó la vida por muchos. Escondió, protegió, salvó. Llegó a llevar en su maletero a personas desconocidas, pasando varios controles policiales en plena noche, para llevarlas a una embajada y que pudieran salir del país. Pese a todo, algunos le achacaron que no protegiera lo suficiente a dos compañeros suyos, Jalics y Yorio, que fueron torturados. A veces, hacer todo no es suficiente… Y esa, como él mismo reconoció, fue la cruz más dolorosa de su vida. Necesitó acudir a terapia con una psiquiatra para poder “domar” la “neurosis” y la “ansiedad”, que siempre estuvieron latentes… De ahí, seguramente, el “recen por mí” que le transmitía siempre a todos aquellos con los que se encontraban. La conciencia sencilla de una naturaleza encarnada en el dolor del hombre.
Bergoglio, obispo auxiliar, adjutor y, finalmente, arzobispo y cardenal de Buenos Aires. Su prioridad: las villas miseria del extrarradio de la gran urbe. Las “periferias”. Con los inmigrantes, con las madres solteras, con los devorados por la droga, con los que carecen de un trabajo digno. Como bien sabe el misionero corazonista Paco Blanco, “en veinte años, nos visitó constantemente y jamás vino en coche. Siempre, en bus y metro». Hablaba con todos, conocía el alma de todos. Y “se enfadó como nunca cuando un sacerdote se negó a bautizar al hijo de una prostituta”. Ahí ya estaba la Iglesia del “todos, todos, todos”.
Bergoglio, en los primeros días de febrero de 2013. Benedicto XVI “ya le ha aceptado la renuncia” y “se va a hacer público en cualquier momento”. Prepara la mudanza y tiene dispuesto dónde va a vivir: en una residencia sacerdotal, con los ancianos curas sin familia a los que tantas noches cuidó cuando lo necesitaban. Su habitación, añade Blanco, que la vio, “era de una austeridad franciscana: una silla, una mesa, una estantería para unos pocos libros, una cama y una cocinita para hacerse él la comida”. Pero todo cambió… Llegó el 11 de febrero de 2013 y un profeta llamado Joseph Ratzinger anunció su renuncia. La primera de un Papa en siglos… Y Bergoglio fue a Roma. Y entró al cónclave de púrpura y salió de blanco.
Francisco, el primero en muchas cosas. El primer papa jesuita, el primero en llegar desde América (“han ido a buscarme al fin del mundo”) y el primero en llamarse como el santo más cercano a Jesús en toda la Historia: Francisco de Asís.
Francisco, el hombre que, antes de morir, pese a su abrumadora debilidad, no quiso renunciar al Jueves Santo tal y como él lo concebía: yendo a la cárcel a abrazar a los presos. Le dolió en el alma no poder lavarles los pies (amaba ese gesto, en el que veía el culmen del cristianismo), pero, a cambio, como supimos luego, les dio todo el dinero que le quedaba en su cuenta corriente…
Llegó el Domingo de Pascua y, como contó más tarde el vaticanista Salvatore Cernuzio, el Papa, con la ilusión de un niño en la noche en la que espera a los Reyes Magos, soñaba con bajar a la plaza y recorrerla por entero. Lo hizo ante 55.000 fieles conmovidos. Antes de hacerlo, empequeñecido, le preguntó a Massimiliano Strappetti, su enfermero: “¿Crees que podré hacerlo?”. Después de que su “ángel de la guarda” le animara a ello, cuando estaba en medio de una marea humana emocionada, se volvió a Strappetti y le susurró: “Gracias por devolverme a la plaza”. Realmente, necesitaba encarnarse entre el Pueblo de Dios… Ahí nadie lo sabíamos, pero fue la última vez que se le vio en público. Horas después, a las 7:35 de la mañana del lunes 21 de abril de 2025, “Francisco volvió a la Casa del Padre”.
¿Qué hay entre el 13 de marzo de 2013 en el que se puso el anillo del Pescador y el 21 de abril de 2025, cuando cerró los ojos para siempre? Un alud de reformas y gestos que han abierto un camino especialmente luminoso en la bimilenaria historia de la Iglesia. Pero, ante todo, un hombre enamorado de Dios y el hombre. Un discípulo fascinado y fascinante. Que no es poco.
Gracias, Bergoglio, Francisco.
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