Unidos por la esperanza, sin duda, significa unidos por la esperanza en el bien, en lo bueno para todos, en la justicia como llave maestra de la paz. Pero la esperanza es como el amor, debe cuidarse, debe defenderse. Implica cultivar una mayor cultura de la trasparencia. Nadie puede resultar ajeno a este proceso. La corrupción y la manipulación son evitables, y exigen el compromiso de todos.
Los acontecimientos de estas últimas semanas, en particular lo desatado ante el colapso eléctrico en todo el país ha puesto al descubierto una serie de fallas que se vienen arrastrando desde hace años. Cuando el objetivo no es el bien común sino el interés del poder por encima de la gente y de su bienestar, estamos ante una crisis que genera desazón, desilusión, desesperanza. Prolongar la carencia de la energía eléctrica en cualquier sociedad actual es fomentar que la calidad de vida se sumerja a niveles ínfimos, pues hoy día, dependemos en buena medida para convivir y subsistir de los bienes que produce la tecnología. Si se ausentan se pierde el norte y se propicia la rapiña y el saqueo. Si a eso se une el silencio de la incomunicación, quedamos como en medio del desierto o del mar, sin brújula y sin sentido para encontrar puerto seguro.
Lo más dramático de lo que estamos viviendo es la proliferación de la violencia capitaneada por grupos armados irregulares que hacen de las suyas sin que los órganos de seguridad actúen. El miedo cunde, la vida se desprecia por quienes se creen dueños del patio, de la vida cotidiana, impidiendo el trabajo y la paz necesaria para producir y crear. Si a eso se une el discurso amenazante, violento, que llama a defender lo indefendible y al precio que sea, la actitud pacífica de la población se convierte en víctima fácil de quienes irracionalmente destruyen la vida.
Lamentamos profundamente las muertes silentes de tantos seres vulnerables, niños recién nacidos, madres parturientas desnutridas, ancianos desamparados, enfermos crónicos cuya existencia depende de la conexión a un aparato, en fin, todo lo que lleva a que esas vidas se apaguen, llevando dolor y luto, llanto e impotencia, porque con poco esas vidas pudieran estar sonrientes.
Agradecemos a tanta gente samaritana, que se la juega por el bien y la vida del prójimo. Es un testimonio de muchos que a veces no queremos ver. Gracias a tantos creyentes, a sus dirigentes y representantes que están al pie del cañón tendiendo su mano generosa por salvar vidas. Pero también, como las malaventuranzas, ay de aquellos que por despreciar al prójimo, hacen de la violencia y el odio, el arma para mantenerse en el poder. Merecen el castigo humano y divino.
En Jesús, tenemos la fuerza del Espíritu para no acostumbrarnos a lo que nos hace daño, lo que nos seca el espíritu y lo que es peor, nos roba la esperanza. La fe nos abre a tener un amor concreto, de obras, de manos tendidas, de compasión; que sabe construir y reconstruir la esperanza cuando parece que todo se pierde. Que la esperanza nos una para avizorar, entre gemidos de parto, la Venezuela que soñamos y merecemos; no nos la dejemos robar por quienes no piensan ni obran en favor de la gente, sino en su propio beneficio y en el usufructo de un poder que no es servicio sino esclavitud.