Armando Durán
Comencé mi columna del pasado martes 6 de febrero señalando que hasta ese día el país seguía sin saber qué haría la oposición dialogante con respecto a las dos eternas tenazas de la estrategia oficialista, en esta ocasión el acuerdo de “convivencia y paz” a firmar de inmediato en Santo Domingo y la trucada elección presidencial. Ya sabemos lo que pasó. Mientras los representantes de la MUD hacían esfuerzos desesperados para lograr concesiones que les permitieran a sus partidos justificar su participación en esa infeliz convocatoria electoral, Nicolás Maduro tomó la decisión de cerrar bruscamente todas las válvulas de escape que pudieran servirles a los espíritus más complacientes de la alianza opositora para suscribir lo inaceptable. Por una parte, la ilegalización funcional de Primero Justicia como partido político; por la otra, el anuncio de que la fecha de la elección presidencial quedaba fijada para el 22 de abril. Con oposición o sin ella. A los representantes del llamado G-4 de la MUD, sorprendidos por este nuevo exabrupto de intolerancia chavista, no les quedó otro remedio que levantarse de la mesa y dejar de jugar.
Hoy podría comenzar esta columna repitiendo las palabras de entonces, porque el silencio de los dirigentes de esos cuatro partidos se fue haciendo insoportablemente insondable desde aquel doble atropello totalitario del régimen. Atrapados en el falso dilema de votar o no votar, Julio Borges se limitó a advertir que la ilegalización de su partido no tenía por qué afectar la decisión de la alianza. Henry Ramos Allup, sin duda perturbado porque el fracaso de las conversaciones dominicanas amenazaba seriamente su ilusión de al menos ser candidato presidencial antes de pasar a la reserva, insistió en la necesidad de llegar a un acuerdo unitario en el seno de esta MUD tan ostensiblemente fuera de lugar. Desde ese día, nada más de nada, a pesar de que hace algunos días, ante la indignación creciente de los ciudadanos por ese no dar la cara de sus presuntos dirigentes ante lo que puede llegar a ser la encrucijada más crucial de esta durísima etapa del proceso político venezolano, Ramos Allup trató de calmar los caldeados ánimos del pueblo opositor prometiendo, ¡ay, con las promesas del imperturbable secretario general de AD!, que este pasado fin de semana la MUD iba a anunciar, que no lo hizo, por supuesto, su decisión final.
Ya poco importa lo que anuncien, si es que anuncian algo. Voluntad Popular se les adelantó al rechazar de plano la opción de participar. El partido de Leopoldo López recuperaba así su posición junto a María Corina Machado y Antonio Ledezma, ahora reforzada por Andrés Velásquez, quien días antes declaró que la Causa R tampoco respaldaba la participación opositora en esta trucada elección presidencial. Manuel Rosales aprovechó el momento para desaparecer del escenario por completo, pero Delsa Solórzano, quizá su portavoz más calificada, afirmó que los partidos de la oposición sencillamente no podían pasar por alto el repudio de la inmensa mayoría de los venezolanos a la espuria convocatoria del CNE.
Para AD y PJ, lo único que de veras queda de la MUD, ir a votar o no se ha convertido en una disyuntiva imposible. ¿Qué importa si Borges y Ramos Allup terminan conciliando sus diferencias? A fin de cuentas, si se someten o no a los términos inadmisibles de una convocatoria electoral rechazada por la opinión pública venezolana y condenada de manera categórica por todos los gobiernos democráticos de las dos Américas y de la Unión Europea y más allá, el daño está hecho. La unánime y humillante decisión de no permitir la presencia de Maduro en la VIII Cumbre de las Américas, a celebrarse en Lima los días 13 y 14 de abril, apenas una semana antes de la no democrática elección presidencial, es una señal emblemática e imborrable de lo que significa esa convocatoria a los ojos del mundo y del país.
Aunque, pensándolo bien, ya poco importa la decisión que hoy o mañana por fin tomen Borges y Ramos Allup. Al margen de lo que decidan, su ensordecedor silencio ha terminado siendo para ambos un silencio suicida. En definitiva, el papel de un dirigente político jamás podrá ser el de escurrir el bulto. Mucho menos si lo que está en juego es el destino final de 30 millones de ciudadanos.