(26 de mayo de 1938, 22 de noviembre de 2021)
Habían suspendido las clases en la Universidad Central de Venezuela, en Caracas. El joven Lubio Cardozo andaba un poco perdido. Se preguntaba qué hacer, hacia dónde orientar su vida. En la gran ciudad se agolpaban sus estudios, sus amores, sus luchas, sus primeros poemas. Mientras abrían de nuevo la casa de estudios decidió regresar a Choroní. Ya su padre Alejandro se había mudado a Uraca, de Choroní hacia arriba. Lubio lo fue a visitar. Después de un rato de café y conversa, Lubio dijo que tenía calor y que le provocaba ir a echarse un baño en el pozo de las guanasnas. El señor Alejandro le pidió que tuviera cuidado con las culebras de agua, que no hacían daño pero asustaban.
Entrando a una hacienda llamada “El Tesoro”, muy productiva de café y cacao, a mano derecha, como a ochenta metros, había un pozo profundo que lo llamaban “el pozo de las guanasnas”, porque estaba rodeada de estas plantas, que son de la familia del cambur, cuya flor es amarillo crema, medio opalina.
El pozo no tenía arena en la orilla y había que tirarse a fondo.
Lubio fue bajando por el río mientras se desnudaba. Se quedó en interiores y, para su sorpresa, cuando ya estaba cerca del pozo, se dio cuenta que se están bañando once muchachas, catiras todas, y desnudas, bellísimas. Lubio, como buen estudiante de literaturas clásicas, y “preparador” de latín y griego, lo primero que pensó fue en Catulo: “Endecasílabos del mundo uníos”.
Lubio dudó. Le dio pena molestarlas con su presencia. Consideró que era una imprudencia acercarse porque ellas estaban allí gozando, echándose agua unas con otras. Jugaban sumergidas y apenas, a veces, cuando saltaban, podían verse sus níveos pechos.
Lubio se figuró a los argonautas. Se acordó de Hylas. Cuando la cóncava nave Argo llegó al Helesponto todos estaban sedientos. Desembarcaron en la playa y Heracles encomendó al joven Hylas para que fuera con una vasija de bronce a buscar agua. Pronto advirtió una fuente en una hondonada. En medio del agua danzaban unas Náyades, desnudas, bellísimas, con ojos de primavera. Fue el mancebo con prisa a hundir la grande jarra en la fontana, y las divinas divinidades lo asieron de una mano, y le pidieron que se quedara con ellas. Hylas quiso quedarse pero recordó la misión, sus compañeros de viaje tenían sed y estaban sin agua. Las Náyades acogieron al lloroso joven en su regazo y lo consolaban con palabras tiernas. De pronto se escuchó la voz de Heracles, quien desesperado, gritaba: “¡Hylas!”. El doncel le respondió, pero su voz salió tenue del agua, antes de morir ahogado.
Lubio se sintió sediento. Pensó en qué tipo de sed tendrían sus compañeros de viaje. “Según los griegos, las Divinidades con los humanos casan”. Consideró que mejor sería bañarse en otro lado, en los pocitos que estaban más arriba, pero se quedó un rato más, viéndolas impresionado. Metió suavemente las manos en el río y, cuando estaba a punto de beber, una de las bellas jóvenes lo vio, se miraron, se reconocieron, ella lo acercó como con un zoom de una cámara, no lo delató con sus compañeras, le sonrió y se metió de nuevo en el agua.
Lentamente Lubio salió del río, y esa mirada nunca lo abandonó en toda su vida.
Era la mirada de Erató, la “Amable” o “Amorosa”, la musa de la poesía.