Gonzalo Fragui
Cansados del mundanal ruido de la ciudad, el actor Luis Cornejo, el poeta Laurencio Zambrano, el ecologista Charles Brewer Carías y el pintor Larralde, al que llamaban “El Catire”, decidieron crear una comuna por los lados de La Azulita, en Mérida. Compraron un terrenito y se dieron a la tarea de construir una casa de madera donde vivirían, beberían, comerían y amarían sin reglas ni horarios, sin jefes ni oficinas, sin stress ni colas de automóviles. Anarquistas como eran, sólo creían en la ley de la gravedad, y eso después de muchos tragos.
Cuando estuvo terminada la cabaña, Laurencio propuso homenajear a Horacio y a fray Luis de León. La bautizaron con el nombre de “Beatus ille”, (“Dichoso aquel que lejos de los negocios…”). Cada cual llevó sus libros, sus discos, sus revistas, sus fotos, sus poemas, sus guitarras, y una vez a la semana bajaban a La azulita para proveerse de lo indispensable, cigarrillos y licores, porque lo demás lo conseguían con los campesinos de la zona.
La apacible vida avanzaba con normalidad. Bebían a cualquier hora, se acostaban de madrugada, se levantaban tarde, comían cuando les daba hambre, sin reproches, ni quejas ni culpas, pero un día, muy temprano, despertaron sobresaltados por el rítmico sonido que producían unas panderetas, flautas y tambores, acompañados de cánticos y bailes. El poeta Laurencio fue el primero en asomarse y comprobar que no se trataba de Dante en su paso por los infiernos. Afuera de la cabaña estaba un grupo de hombres con largas túnicas, el cabello rapado de extraña manera, con gestos amables y caras sonrientes. Uno de ellos se adelantó y deseó un maravilloso día a los trasnochados amigos. El joven explicó que eran adoradores de Krisna, que pensaban fundar una congregación en las cercanías de la cabaña, y que venían a presentarse en aras de una cordial vecindad. Dicho esto, dejaron presentes, inciensos, panes y hortalizas y, como llegaron, con cánticos y música, se marcharon.
Los cuatro camaradas no salían de su asombro. Tanto esfuerzo para vivir lo más retirado posible de cualquier vecino y se encontraban ahora con esta inesperada sorpresa. Pensando qué hacer, pasaron el primer día callados y malhumorados. Cada vez que se reanudaban los cánticos surgían ideas radicales: comprar una ametralladora o buscar alguna de las armas que Argimiro Gabaldón y sus guerrilleros habrían dejado escondidas por esos montes; una guerra musical, contrarrestar los cánticos con unas cornetas gigantescas, rock del duro, noche y día; finalmente alguien propuso el diálogo. Por primera vez se acostaron temprano y al otro día fueron a conversar, explicaron sus razones, dijeron que habían abandonado la ciudad porque amaban el silencio, por eso les pedían que si querían permanecer en el lugar que no hicieran tanta bulla, que no cantaran ni tocaran esas panderetas a toda hora. Ellos dijeron que no, que no podían faltar a sus costumbres ni a sus tradiciones.
Al ver que era infructuosa la conversación los amigos regresaron silenciosos a la cabaña. Destaparon una botella, luego otra y, cuando ya finalizaban la tercera, alguien asomó una idea. Como no habían aceptado la negociación habría guerra. Discutieron qué tipo de guerra, guerra de guerrillas, guerra económica, guerra de cuarta generación. Después de múltiples discusiones acordaron que se trataba de una guerra religiosa. Decidieron dormir para estudiar al día siguiente la estrategia que les permitiría regresar a la tan ansiada paz.
Cuando todos se durmieron, Luis Cornejo emprendió una misión en solitario. Se acercó sigilosamente a la congregación y pidió hablar con el Maestro. Cornejo le rogó que se marcharan, incluso le ofreció dinero con el que podrían comprar un terreno en otra parte, la montaña era inmensa. El Maestro se negó rotundamente, dijo que el sitio era privilegiado, se trataba de una colina con una vista maravillosa donde, además, se sentían permanentemente en contacto con lo sobrenatural, con lo divino. Pidió que no se preocuparan, que ellos estaban allí para la protección de los virtuosos, la destrucción de los viciosos y el restablecimiento de la rectitud. Nada de eso estaba en la mente del actor.
Decepcionado, Cornejo regresó y encontró despiertos a sus compañeros. Inmediatamente hubo un juicio y fue pasado al tribunal disciplinario, acusado de traición a la causa. En una guerra no se transige con el enemigo, si querían guerra, guerra tendrían, y que por tratarse de una guerra religiosa no podía contaminarse con el tema del dinero. Se decidió que el enjuiciado pasaría un día sin probar ningún tipo de licor. Cornejo protestó, pidió disculpas, dijo que no lo volvería a hacer, que lo torturaran si querían pero que por favor no le aplicaran un castigo tan severo.
Un nuevo día, una nueva botella, y la búsqueda de la estrategia adecuada. Ya no se trataba de pedirles que no hicieran bulla, no, ahora tendrían que marcharse, y sin indemnización alguna. La batalla sería por conquistar la colina. La idea de amedrentarlos fue descartada de entrada, habría que vencerlos con un arma no convencional. Mientras pensaban y bebían pasó un cochino que había encontrado un alijo de chayotas. Una idea les iluminó el rostro.
– Claro, dijeron todos, como son vegetarianos vamos a vencerlos a punta de cochino.
Se vistieron y salieron, menos el castigado, rumbo al pueblo. Allí compraron todo el cochino que pudieron y se aprovisionaron de bastante cebo, que no se puede comer pero produce un humo muy desagradable. Además del cochino también compraron licor y hasta unas paledonias.
Ya era de noche cuando llegaron a la cabaña. Cornejo padecía un nuevo ataque de abstinencia. Ante la inminente victoria fueron condescendientes y permitieron que el castigado tomara licor. Sin tiempo que perder estudiaron la dirección del viento y acordaron los puntos estratégicos donde al día siguiente prepararían las fogatas.
El único que no estaba de acuerdo con esa idea era Brewer Carías, decía que se contaminaría el aire puro de la montaña, pero el pragmatismo se impuso, en una guerra vale todo y el fin justifica los medios. O los miedos.
Antes de que empezaran los cánticos del día ya los cuatro guerreros prendían fuego en diferentes lugares donde colgaban pedazos de cochino y de cebo, cuyo humo iba directamente a las narices de las almas inmaculadas quienes se defendían con inciensos de miel de abejas.
El primer día, sin novedad en el Frente. Igual el segundo. Al enemigo no hay que darle tregua, así que decidieron asar cochino día y noche. Al tercer día vino el Maestro, trajo regalos, dijo que ellos eran vegetarianos, que a los más veteranos no les afectaba ese olor pero a los más jóvenes sí, que no continuaran con eso, que era inútil. Habló del daño que hacía el cochino, que comieran vegetales y abandonaran todo tipo de vicios. Se pasó. Cuando el Maestro les tocó ese punto de honor los camaradas ripostaron con violencia, no permitirían por ningún motivo que les quitaran algo tan preciado. El Maestro no salía de su estupor. Los rebeldes argumentaron que los vegetarianos eran jipatos, pálidos, deprimidos, y que, según el poeta Gilberto Ríos, toda la comida vegetariana sabía a jabón azul. Impasibles dejaron claro que ahora la lucha sería por la colina. Que no abandonarían el bombardeo cochínico, que tampoco aceptarían más regalos porque esos panes eran el caballo de Troya y el yogurt la cicuta de Sócrates. Hablaron hasta de las maravillosas propiedades que tenía el chicharrón con pelos. Y, como si fuera poco, que estaban en el año del cochino, según el calendario chino. No podían perder. El Maestro regresó cabizbajo a la congregación.
Pasaron las semanas y hasta los mismos guerreros estaban hartos ya de tanto cochino pero no podían rendirse. Los vegetarianos no daban muestras de querer irse hasta que una noche llegó un joven demacrado quien pidió encarecidamente que le dieran por lo menos el rabo del cochino. Después de hartarse regresó a la congregación pero fue expulsado de inmediato por haber faltado a los reglamentos y por ser un mal ejemplo para los demás discípulos.
Al amanecer los cochinófilos escucharon ruidos en las afueras de la cabaña, pensaron que serían perros pero al abrir la puerta se dieron cuenta de que se trataba de muchos congregantes quienes se daban desesperadamente a los placeres de la gula.
Poco a poco fueron desertando hasta que la neblina del silencio lo cubrió todo con su manto. Los vencedores se acercaron sigilosamente y comprobaron que el campamento estaba desierto. Había panderetas, panes, inciensos, flautas y tambores regados por todos lados, pero ni un alma. Incluso el Maestro se había marchado.
Al otro día, en la colina, flameó una bandera con la figura de un cochino pintado, la más grande obra de arte del catire Larralde.