Por: Miguel Ángel Malavia
Vivimos en un mundo acelerado en el que somos aguijoneados a base de impactos para producir y consumir, hasta culminar esa hipotética Operación Triunfo con un “éxito” que en nada nos ensancha el alma. En esa alocada carrera hacia la nada, a veces (¿todas?) dejamos de mirar a nuestro alrededor para comprobar cuál es la situación de los que nos rodean.
Si lleváramos a cabo este simple ejercicio de observación, comprobaríamos algo evidente: no todos partimos de cero. Cuando el silbato indica el inicio de la carrera, hay muchos (demasiados) que inician la zancada desde mucho más atrás de la aparente línea de salida. Viven en casas deterioradas, carecen de la simple esperanza de acceder a un trabajo o su acceso a la sanidad y a la educación se ve comprometido por la ausencia de una documentación “en regla”.
Bastantes de ellos han tenido que verse obligados a dejar su hogar, su familia, su patria. Son inmigrantes en tierra extraña, desconectados de casi todo. Y, si están aquí, es porque su contexto vital pendía de un hilo: sufrían pobreza extrema (incluso más que aquí); padecían persecución por sus ideas políticas, por su fe religiosa o por su orientación sexual; o, en un caso a veces olvidado, eran víctimas de la injusticia climática. O del “pecado ecológico”, como lo llama el papa Francisco.
Esto se produce cuando nuestras multinacionales (estadounidenses, canadienses, chinas, europeas…, españolas…) operan en pulmones verdes como la Amazonía o el Congo y devastan por completo sus territorios y a sus habitantes, que en gran parte poblaban esas vastas regiones desde tiempos ancestrales. No es solo que contaminemos sus ríos y tierras, nos coaliguemos con gobiernos locales corruptos para que miren a otro lado o persigamos y hasta asesinemos a los líderes de esos pueblos que osan levantar la voz. Es que, directamente, ahogamos hasta forzar su extinción a pueblo indígenas cuya identidad única dejará de contribuir su aporte a la armonía humana.
Una respuesta esencial es que nuestros representantes nacionales y continentales aprobaran leyes de debida diligencia, por las que se juzgara con la severidad de nuestra ley a empresas nuestras que puedan vulnerar derechos humanos en otros territorios extranjeros. Sería el primer paso para que, en esa alocada carrera, rigiera un reglamento equitativo. Sería apostar por la justicia social. Sería dejar de hacer trampas, ya que no partimos de cero. Pero todos sabemos que no ocurrirá.
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