Cuando Esteban, tembloroso, comenzó a cavar el agujero en la tierra seca para enterrar lo que él creía que era su riqueza, nunca imaginó que, desde hacía más de tres siglos, ya los primeros conquistadores enterraban algunas de las fortunas tropezadas en estos lugares.
Hipnotizado en su labranza, no conocía la “o” por lo redonda. Nunca supo lo sucedido tras la muerte del explorador y conquistador alemán Ambrosio Alfinger, cuando el teniente Venegas salió el Día de Reyes de 1532 a buscar los sesenta mil pesos en oro enterrados por el capitán Iñigo de Bascona a su regreso desde Tamalameque, a las orillas del río Magdalena, hacia Coro o, cuando el conquistador Lope de Aguirre quiso encontrar a El Dorado, y envió a desenterrar una botija escondida por un tal Pedro Núñez.
Esteban, sin darse cuenta había heredado desde niño, cuando temeroso oía los cuentos de luces y aparecidos, la costumbre antigua que le desgastó toda la vida, pero no imaginó lo que le sucedería esa mañana.
Él podía alcanzar sin esfuerzo las lechosas maduras que colgaban como senos desproporcionados. Sus ojos parecían que cambiaban de azul a marrón, por culpa del parpadeo nervioso e involuntario. Vivía sin mujer y sin vecinos, en medio del paraje a tientas, con tres gatos negros, y con Canelo, un perro cobrizo. Desde la casa se oían las aguas del río Jiménez, que bajaban de San Lázaro y, de más allá, del páramo de Los Linares. “Me gusta este sitio para enterrar la botija. Es un lugar seco y; escondido donde nadie lo encontrará, alejado del alcance de las crecidas del río”.
Escogió aquel sitio, detrás de la casa en la que guardaba lo que había ahorrado en días de pasar hambre, de sudor, de soledad. Desterrado, siempre con Canelo que lo seguía para arriba y para abajo. Durante muchos soles madrugadores había buscado aquel sitio. Antes recorrió todos los lugares que conocía. Después de mucho andar, un domingo que barría el patio, caminó alrededor de la casa y, lanzó la mirada hacia donde empezaba la travesía, escogió el sitio, ubicado en línea recta entre el medio del cedro y la enorme piedra semienterrada quién sabe desde cuándo. Allí, se acostaba a la pata del cedro y sobre las hojas de maní forrajero, meditaba: “Tanto dar vueltas y vueltas, y lo que andaba buscando estaba cerquita”. Sonreía mientras se pasaba los dedos por los escasos bigotes. “Cuando muera y esté en el purgatorio, en la cuaresma, mi ánima bajará en forma de luz blanca desde la copa de este cedro hasta aquí, hasta el suelo”. Las costillas le dolían por el castigo del suelo duro y continuaba imaginando “…y en las noches los cazadores de lapas cuando vean la luz bajando, dirán esa es la botija de Esteban y correrán asustados, río abajo, como almas que lleva el diablo”, sonreía con sus dientes manchados.
Ese Viernes Santo regresaba de buscar agua del río y caminaba bajo el techo moldeado por las copas de los árboles de mango y mamón, cuando sintió que alguien lo miraba a su espalda, desde el mismo río. Volteó rápidamente y con la mano derecha se armó con el puñal que llevaba en la cintura sujetado del lado contrario. Vio que a Canelo se le erizaban como flechas los pelos de la nuca. “Son vainas de la Semana Santa” y enfundó el puñal. Llegó a la casa desamparada, de paredes de bahareque construidas a media asta y piso de tierra apisonada, con techo de palma a dos aguas. Atravesó la sala grande que servía para todo: depósito de los instrumentos de labranza, de los sacos de café, leña, semillas y de la salazón de carne de cerdo que cocinaba casi todos los días. Levantó la mirada hacia el techo, respiró profundo y sintió el olor hediondo que llegaba del corral de los cerdos cada vez que soplaba el viento.
Caminó hasta la habitación y la puerta de madera deforme chirrió cuando la abrió. Se sentó en el catre y tomó entre sus manos cuarteadas la vasija de barro cocido que había traído de San Lázaro un Domingo de Resurrección. Pensativo, como si sepultara sus secretos, vio cuando en el suelo caminaba un alacrán marrón con bandas negras que salía de debajo de la mesa donde se sostenía la imagen de San Marcos de León, de quien él era devoto. Desenfundó el puñal y le cortó las dos pinzas alargadas, luego le desprendió la cola, y de ésta, le separó el aguijón. El alacrán quedó a la deriva, desorientado, dio media vuelta hasta que Estaban le cortó el cuerpo al pasarle el filo del puñal por el medio de las dos hileras de patas. Colocó el puñal sobre la mesa, al lado de la vela vieja y se santiguó. Luego iba llenando la vasija con treinta y cuatro morocotas que había comprado por partes y a escondidas, como algo ilegal, en la estación Roncajolo del ferrocarril en Motatán. Las acomodaba una a una, mientras arrastraba su dedo anular sobre las trece estrellas en círculo de cada morocota. También amontonó tres anillos gruesos y dos cadenas desplegadas de oro, heredadas de su madre, de la época cuando el general Juan Bautista Araujo, el León de la Cordillera, había ocupado la presidencia del estado Trujillo. Nueve zarcillos macizos y redondos de oro que le había regalado la abuela Teodosia antes de morir en El Burrero, cuando lo había hecho sentir como el nieto preferido. También iba guardando las doscientas treinta y seis monedas de cinco bolívares fuertes de plata, ahorrados de la venta de café y de los cerdos que pastoreaba íngrimo. Colocó la tapa a la vasija mientras pensaba: “Cuando muera, quien desentierre esta botija, se volverá rico”, y sintió un escalofrío cuando vio que los tres gatos negros lo acechaban desde el suelo fijamente sentados en triángulo. «De tanto vivir solo tengo pocas palabras y si no hablara con los animales, ya hubiera quedado mudo» recapacitaba, mientras le brotaba la tristeza a borbollones por la garganta. “La soledad es mala compañía. Tal vez, si viviera arrejuntado, esto se lo dejaría a los vástagos”, suspiraba al mismo tiempo que frotaba los ojos con el dorso de la mano. “Pero… más adelante la desenterraré, quizá cuando ya no tenga fuerzas ni para levantar una escardilla y así evitaré que mi ánima en pena desande por estas tierras”.
Esteban recordaría, por última vez, el desfile cronológico de lugares y leyendas que descifraban las botijas; trama que le gustaba deshojar sin saber porqué. Recordó cuando en las noches de cuaresma seguía en la cuesta de El Cambullón a una luz blanca, brillante, que se volvía amarilla y desaparecía a medianoche. A la mañana siguiente trataba de identificar el sitio en el que desaparecía la luz, pero pasaron muchas semanas santas, y nunca logró hallar aquel lugar. Esa búsqueda de las luces le servía para iniciar los cuentos cuando visitaba a los primos en el Filo de los Ruices, donde era el tema preferido en los parloteos de las largas noches de mistela alrededor de los leños encendidos. Todos admitían que las apariciones de las luces eran las botijas de las ánimas en pena y que descansarían solo cuando alguien las desenterrara. La cuaresma era como el hechizo de los mirones y de los cazadores de botijas. No volvería a recordar el método protegido para desenterrar las botijas y cómo hacer para que los espíritus no las convirtieran en cualquier cosa sin valor o las cambiaran de lugar. Había aprendido las oraciones de protección, el movimiento pendular de las agujas, los conjuros de agua bendita y la adoración a las ánimas. Dominaba el orden de rezar las oraciones; veneraba lo tétrico de la Semana Santa, de la Cuaresma y de la misericordia de las cruces de palma bendita. Su abuelo, en La Cejita, le había enseñado cómo mantener a las ánimas alejadas del encierro de las velas. Con pena y arrepentimiento nunca pudo llegar a ser un cazador de botijas, de luces errantes. “Tantas enterradas por estos parajes, y jamás intenté desenterrar una”, se lamentaba.
Era viernes de Cuaresma, tomó sin fuerzas la vasija pesada y maciza. Caminó hasta el sitio entre el árbol de cedro y la piedra grande. Inició el ritual antes de las siete de la mañana, y recordó que acababa de desayunar con un trozo grande de cerdo salado cocido sobre las brasas: “Dios ¡Hoy es viernes de cuaresma!”, había olvidado la prohibición impuesta de comer carne cada viernes de aquellos cuarenta días. Con la cabeza doblada como si llevara una cruz a cuestas, hincado se persignó. Rezó las oraciones que casi nadie conocía y que había aprendido de su abuelo. Miró hacia todos lados y vio a tres zamuros que volaron sobre su cabeza hasta posarse en una rama seca del cedro. Nunca había visto un cielo tan lúgubre y a punto de llover.
La noche anterior, no había dormido por culpa de la duda tras duda que lo sacudía y que le hacía dar vueltas tendido sobre el catre. “¿Será pecado?”, titubeaba mientras manoseaba la camándula ensortijada de cuentas de madera.
Tomó la barra afilada para darse valor y con la punta dibujó un círculo en la tierra, y golpeó y golpeó. El terreno estaba seco como le gustaba. Cada golpe sonaba más profundo. Siguió cavando y con las manos callosas sacaba los terrones desordenados. Volvió a sentir que lo vigilaban. Se levantó y barrió con la vista todo en derredor, pero solo vio a los tres zamuros que, sobre la rama, estiraban los pescuezos hacia abajo, hacia donde él estaba, y sintió como si lo acusaran de algo. Volvió a recordar que era viernes y que había desayunado con carne de cerdo. “Nunca los zamuros se habían parado en este cedro”. Dio media vuelta y se arrodilló en el borde del hueco. Probó que su largo brazo llegara hasta el fondo. Se sentó sobre los terrones frescos y tomó la vasija de barro. Miró por última vez a las monedas de plata opaca y respiró con tanta fuerza que el aire le enfrió los pulmones. Levantó la mirada al cielo como suplicando y notó que permanecía oscuro, como si estuviera enojado con él. Se cercioró de que la tapa de la vasija quedara ajustada y poco a poco la fue bajando hasta el fondo del hueco. Otra vez acomodó la tapa y a los bordes lanzaba puños de tierra a manera de cuña, hasta que casi cubrió la vasija. Terminó de cubrirla con tierra y niveló todo a ras del suelo. Cuando se levantó con esfuerzo, se sentía mareado y con un dolor encorvado en la espalda. Rezó las tres oraciones de cierre y se santiguó por última vez. Midió a pasos la distancia desde el cedro y, seguido, desde el borde de la piedra, hasta el hueco oculto. “Cinco pasos desde el cedro y tres desde la piedra, cinco pasos desde el cedro y tres desde la piedra”.
Hacía trescientos sesenta y ocho años que Íñigo de Bascona y sus compañeros cansados y muertos de hambre habían enterrado el oro al pie de una espaciosa ceiba en el valle de Sardinata, cuando iban camino a Valle de Upar. Esteban volteó hacia la casa; notó a un gato grande y negro, de ojos azules como los de él, sentado al lado de la puerta. Un gato que nunca había visto. Apenas Esteban lo miró fijamente, el gato se escurrió por la puerta entreabierta. Esteban miró a los alrededores y, con marcha lenta, dio tres pasos de espalda, volteó con el cuello adolorido y caminó hasta la casa. Sintió que, otra vez, lo vigilaban en ese momento desde donde recién había enterrado la botija. “¿Será que la desentierro?”, estaba a punto de devolverse. Sin embargo, empujó la puerta carcomida y oyó la madera crujiente. Sintió un dolor como si un caballo le hubiera pateado el pecho. Se desplomó sobre la base del marco de la puerta. El tic nervioso le dejó abiertos los ojos. El gato negro, grande y con los mismos ojos azules, salto hasta la ventana, miró a Esteban y corrió hasta que se detuvo sobre la botija enterrada y continuó corriendo hasta desaparecer en el camino que llegaba hasta el río. La lluvia de gotas gruesas no permitió oír el aleteo de los tres zamuros cuando volaron sobre el techo de la casa.
Canelo, el perro cobrizo, con el rabo entre las piernas, lamía la cara de Esteban pegada a la puerta.
Esteban nunca oyó mentar a Ambrosio Alfinger ni a Lope de Aguirre; ni a Íñigo de Bascona.
Compilador Luis Huz Ojeda
También amontonó tres anillos gruesos y dos cadenas de oro, heredadas de su madre cuando el general Juan Bautista Araujo, el León de la Cordillera, era presidente del estado Trujillo.