El rostro del Jesús sufriente que entre nosotros tiene expresión en la popular devoción del Nazareno, no es algo extraño ni lejano. En el rostro sufriente de la mayor parte de los venezolanos hay una identificación, mejor una experiencia personal y colectiva interpelante, desde la realidad que vivimos. Semana Santa es una invitación constante a descalzarnos, cercanos en lo profundo con quienes están sumidos en el mundo de la exclusión, para compartir con ellos el escándalo que no se puede comprender, la maldición de una cruz llevada a cuestas.
Para la mayoría de nuestros conciudadanos no hay respuesta racional al dolor de estar viviendo una marginación a la que no tenemos derecho. La falta de lo más necesario, el calvario de tener que mendigar comida, medicinas, empleo, seguridad, despojándonos de afectos, rebajándonos a la humillación de tener que pensar y actuar como quieren quienes nos gobiernan, tiene rostro concreto: el Siervo de Dios que nos narran las lecturas de estos días, no es alguien lejano. Está a nuestro alrededor, lo palpamos en cada esquina, en las colas interminables, en las caras tristes de quienes están ayunos y solitarios, sin seres queridos ni amigos con quienes desahogar sus penas. No podemos hacernos los indiferentes, ni pensar que es asunto que no nos incumbe.
Pero no estamos llamados a vivir quejándonos de las limitaciones de la existencia, la mayor parte de las veces provocada por quienes pretenden acapararlo todo, nuestra libertad, nuestras necesidades, nuestros bienes, para ponerlos al servicio de ellos y no del bienestar colectivo. Cuando se pierde el norte, lo esencial, que no es otro que el rostro de cada ser humano. Desde la entrada triunfal en Jerusalén, aclamado por unos y denigrado por los más poderosos, signo que se repite en todos los tiempos y lugares. La opción de Jesús por los más pequeños no es improvisado, indica bajar al lugar más denso de Dios: en la debilidad está la fuerza, en la aceptación del otro sin acepción está la medida del auténtico servicio.
Esta Semana Santa debe estar plagada de gestos de acercamiento y servicio a los más débiles y necesitados. Es una de las medidas de la auténtica caridad. Pero no basta, es necesario explorar los caminos del entendimiento con quienes no quieren ceder ni un palmo. Conjugar la doble dosis de la justicia y la misericordia nos abre las puertas a la reconciliación, aunque parezca imposible o inútil. La primera reacción humana es la de pagar con la misma moneda pero esa senda no conduce a buen puerto. Perdonar no es la actitud arrogante de sentirnos superiores porque perdonamos. El perdón se hace preciso cuando la acción del otro nos ha dañado de tal forma que hemos perdido el equilibrio de lo que somos: cuando nos han hecho daño de verdad. Es lo que está sucediendo en nuestra patria.
La consecución del perdón implica la restitución del daño. Por ello se requiere un gran sentido de unidad y de desprendimiento de apetencias particulares. Hay que transitar machaconamente todos los caminos pacíficos, racionales y emocionales que pongan en evidencia la falta y el daño de quienes no quieren ceder nada de sus privilegios y prefieren la esclavitud de los más. La vía hacia la pascua de resurrección, hacia la vida plena, pasa por la fe esperanzada. La resurrección da a la vida histórica de Jesús una actualidad permanente. La actividad salvífica de Jesús no termina con su muerte. El que curaba y aliviaba el sufrimiento hoy nos sigue llamando. Jesús no es algo acabado, está vivo y su historia se sigue escribiendo hoy en nosotros y con nosotros. Mirar la realidad lacerante que vivimos con los ojos de Jesús es el compromiso por un cambio de actitud personal y de transformación social que nos está vedado, pero que hay que romper. Que estos días santos lo sean en demasía para que nos lance hacia adelante como nos dice el Papa Francisco (EG 3). Así la Pascua es tarea para que las fuerzas del maligno no se impongan sobre nuestra flojera.