Hace cincuenta años llegaba el hombre a la luna. El 20 de julio de 1969, el astronauta Armstrong dio “un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad”. Formaba con Aldrin y Collins la misión estadounidense del Apolo 11. Recuerdo haber visto aquellas emocionantes imágenes en blanco y negro por el canal 5, dirigido por Oscar Yánez. Creo que entonces empezó a abandonarse la expresión “En la luna” que se usaba para decir que alguien estaba distraído, ignorante o incapaz de entender. La luna estaba más cerca, gracias a la inteligencia y el trabajo humano.
Estaba en segundo año de Derecho y unos días después, en el Olímpico de la UCV, con el libro de Derecho Romano envuelto en una bolsa plástica de tintorería para que no me lo mojara la lluvia que cayó aquella tarde del 10 de agosto, fui al juego de Venezuela contra Brasil en la eliminatoria para México 70. Cero a cero todo el primer tiempo ante aquel trabuco destinado al campeonato que solo pasó susto para ganar 1-0 a Inglaterra, campeón saliente por única vez. El portero Eddy García, después mi amigo, en plan héroe de la jornada y nosotros en la grada con la garganta ronca de gritar. En el segundo nos metieron cinco, por cuenta de Tostao y, cómo no, Pelé.
En 1962, en la Universidad Rice, Kennedy se había comprometido “elegimos ir a la luna. No porque sea fácil, sino porque es difícil”. La Guerra Fría entre las dos superpotencias se convertía en carrera espacial y los soviéticos, con su Sputnik y el primer hombre en el espacio, Gagarin, iban adelante. Pero los de la “Nueva Frontera” eran también tiempos de optimismo. Se veían posibles el progreso social e igualdad en un ambiente de apertura al pensamiento, la ciencia y la cultura. La llamada conquista del espacio traería nuevas posibilidades de vida mejor. Hoy sabemos que es mucho lo que queda por hacer. Predomina un revisionismo cuya carga de objetividad debe ser bienvenida, sin dejarnos vencer por el escepticismo o la neutralidad moral, casi siempre portadores de desesperanza.
En 1974, en el Planetario del Palacio de Pioneros de Moscú, un niño nos mostraba la superficie lunar y pregunté, cándidamente, dónde había sido el alunizaje estadounidense. No hablo ruso, pero la perplejidad de los rostros en el intercambio entre estudiantes, profesores y traductores me convenció de que esa noticia les era desconocida. Esa es la diferencia. La libertad es siempre el gran paso.