Si Venezuela funcionara perfectamente, si los gobernantes cumplieran a cabalidad con sus funciones, no habría necesidad de ningún diálogo con el gobierno, ni tampoco de efectuar ninguna protesta ni ningún reclamo. Habría que enviarle las felicitaciones correspondientes.
Cuando dos sectores antagónicos se enfrentan de manera beligerante, pero sus fuerzas y respaldos están equilibrados y ninguna es capaz de producir la derrota del contrario, se impone un alto en los enfrentamientos y unos acuerdos que eviten la destrucción de ambos y de sus alrededores.
Es posible negociar en medio de un enfrentamiento, pero mucho mejor sería negociar primero un alto en la confrontación, mientras se redefinen las condiciones futuras en que ésta se seguirá dando o se la elimina como instrumento para alcanzar los objetivos que se desee.
El diálogo entre sectores enfrentados no significa en ningún caso mayor reconocimiento que el de la existencia del otro, del adversario con quien las circunstancias hacen inevitable conversar y alcanzar nuevos acuerdos de convivencia.
Nadie va a un desafío diciendo que lo va a perder, por lo que nunca será de extrañar, que el discurso de quienes se enfrentan los haga aparecer con fuerzas superiores a las que realmente tienen y con claras intenciones y posibilidades de derrotar definitivamente a sus adversarios.
Las cualidades morales y éticas de quienes combaten no son lo fundamental a considerar al momento de evaluar la obligatoriedad de un diálogo y una negociación, pues lo principal para esta decisión son las fuerzas reales que se tengan para derrotar al oponente y el lapso para lograr esa derrota.
No se puede ir a una negociación con la idea de que sólo se va a obtener lo que se quiere sin tener que cederle nada al adversario, ni tampoco con la convicción de que se va a obtener todo lo que se quiere.
En una negociación todos ganan en función de alcanzar nuevos escenarios positivos para el desarrollo de sus políticas, pero para ello deben ceder espacios y condiciones que antes les eran favorables.
El cumplimiento de las cosas acordadas por las partes en una negociación no depende sólo de la buena voluntad de las mismas, sino de la fuerza de las presiones concretas que obligaron a negociar.
La negociación no garantiza por sí sola, que el desarrollo de los eventos futuros le dé la victoria a ninguna de las fuerzas representadas en la mesa de diálogo, pues eso dependerá del desarrollo correcto de sus políticas y del apoyo popular a las mismas. El fracaso de uno o varios intentos de negociación no invalida la necesidad del mecanismo de diálogo y discusión, como fórmula civilizada de enfrentar los desacuerdos, sino en todo caso demuestra la existencia en las partes que negocian de una incapacidad para presentar acuerdos realmente factibles.