En uno de los potreros del fértil Valle del Bomboy, a pocas leguas de Valera, por el viejo camino real, al ser observado por la peonada, solitario y dedicado a la faena, lo desafiaron a pelear, se defendió como buen bregador, unos golpes al comienzo y su contrincante en el cuerpo a cuerpo le sacó una respetable “marina”, y el muchacho que tenía escondida una navajita de trabajo, se la atravesó por el hombro al contrario, lo que lo hizo huir. Bernardino, demostró así, su carácter bravío y violento. Arsenio el capataz del hato, que veía esto de lejos, echó un escupitajo de chimó, y le farfulló a uno de sus peones de confianza:
-
Póngale cuida´o a ese pinto, que no es de fiar
Unos cuantos años trabajó en “El Hatico” de Mendoza, donde tuvo faena y lidió con cualquier clase de animales que allí criaban. Aprendió a montar, ensogar, cuidar y amaestrar bestias de carga y de monta, oficio en el que se hizo diestro. Recién llegado aquí en 1862, con apenas 15 años de edad, le tocó enfrentar a quien lo desafiaba a pelear, inclusive con los más fuertes que él; sin duda, en ese medio encontró amistades non sanctas, supo lo que significaba la vida entre capataces y peones del campo y las mismas bestias. En aquellos días, se apiadó de él un viejo peón de barba blanca y sucia, pantalón roto y descalzo, era “Cencerro”, cuidador de los pastizales, quien escuchó comentarios de venganza, y le recomendó:
- Hijo, váyase de aquí, esto no es sitio pa’ usté.
- ¿Viejo, pa’ onde me voy? Le preguntó:
- Busque otro trabajo menos fiero y menos violento, pa’ que pueda seguir viviendo. Estas palabras le desentonaron el día, pero lo llevaron a reflexionar. Era hora de irse a otro lugar.
El “Pinto” se fue a trabajar a la hacienda de los Terán Labastida en la Cañada de Mendoza, donde duró mucho tiempo bajo las órdenes de otro capataz, quien le avivó la malicia, la vida mundana, el juego, las mujeres y la vocación por la guerra. Aquí aprendió el manejo de las armas, a defenderse con el machete y a disparar, experticia y facultades que lo harían famoso y peligroso, entre las peonadas, dirigiéndolas e identificándose con ellas.
Bernardino Silva, es uno de los aventureros más atrayentes de finales del siglo XIX trujillano. Hombre de montaña, de contextura fuerte, de orejas agudas, ojos profundos, boca ancha, largos y gruesos cabellos; era de esa clase de seres ermitaños, encerrado en sus predios y con los suyos, un mestizo, con manchas blancas en la cara y los brazos, lo que le valía el apodo de «Pinto», aunque también le venía por su entrega total al momento de pelear. Dícese que era oriundo de un caserío ubicado entre el pueblo de Santa Ana y Boconó, nació aproximadamente en el año 1847, no faltó quien dijera que había llegado al mundo en Motatán, en uno de los vagones del mismo ferrocarril de La Ceiba. Lo había criado una indulgente señora, que además de fea no podía tener hijos y había recogido a varios niños entre ellos al “Pinto”.
Su corta historia puede encerrarse entre el día cuando apareció por primera vez en uno de los viejos hatos de ganado en el valle de Bomboy, que tuvo como hogar y centro de su aprendizaje de vida. Luego, su integración a los montoneros “Ponchos”; y finalmente, cuando en un grotesco hecho, perdió “El Garabato”.
Bernardino Silva “El Pinto”, bandolero o rebelde con causa
Su rostro magro, de mirada fuerte y amenazadora, daba más temor que las manchas de mal de zapa. A pesar de su hosquedad, un día de 1868, se fue a vivir con una muchacha nativa de “Las Aletas”, y ocupa un lote de tierra impenetrable. “El Garabato” que fue el nombre que le pusieron al lugar, de topografía irregular, intrincado el acceso, por su frondosa arboleda se creía que allí no se podía criar ni cultivar nada, se consideraba una especie de zona desconocida y fantasmal, un escondite lleno de muchos espantos, mitos y leyendas.
Con el tiempo, se fue conformando una pequeña comunidad entre cafetales; ubicada al oeste de la antiquísima “Posesión San Pablo”, de los Terán Labastida, y de asentamientos cercanos como “Angostura” y el denominado “Otro Lado” donde había un trapiche, (Briceño Valero, 123), tenía la ventaja que por senderos y trochas de la Quebrada de San Pablo, la Serranía tiene salida a “El Mamón”, vía Escuque, también al Quebradón (Cucharito) y Castil de Reyna, múltiples senderos de escape.
Fue deforestando, sembrado su café y construyó su casa de familia, y también le sirvió para el lucrativo negocio de vender animales, sitio al que comenzaron a llamar en forma definitiva «El Garabato». Al ir creciendo la familia, también sus allegados, fueron levantando casas en los alrededores, siempre respetando la vivienda principal de los Silva, núcleo social del apartado lugar. No salía de estos predios, se sentía seguro allí, ante el latente estado de guerra que vivía la región y él formaba parte de ese vic vac, viviendo apasionadamente lo que le gusta a los andinos: la política.
El hecho de que se supiera que tenía tierra en aquella época, le daba dentro del Valle cierto respeto y solvencia, a pesar que su fama de feroz montonero iba por delante. De la lucha guerrillera siempre podía obtener algún pequeño saldo a su favor. Quizás por eso, se integró al grupo de caudillos locales Araujo y Baptistas, que propugnaban la defensa de la autonomía de la región, su derecho de pertenencia, el arraigo a su tierra, y descartó adoptar las ideas liberales reivindicatorias e igualitarias tan de moda en el tiempo de su juventud.
“Pinto” el rebelde y temido montonero de los “Ponchos”
Era confiable y valioso debido a su relación con las poderosas familias Terán y Maldonado. Pertenecía al grupo del general Blas Briceño conocido como «el Chato» o el “Atila trujillano” y desempeñó un papel significativo en causas y victorias de los “Ponchos”. A finales del siglo XIX, el “Pinto” Silva participó como oficial bajo el liderazgo de los Generales Araujo y Baptista, quienes dominaron hegemónicamente el poder político en los Andes. En 1892, también se alzó con los Baptista, contra el gobierno del doctor Andueza Palacio, en favor del general Crespo.
El 11 de mayo de 1898, Silva participó con los Burelli, Sandalio Ruz, Miguel Delgado, los Palomares, gente de La Puerta y de Mendoza en la toma de Valera, cuando lo del fraude electoral contra el “Mocho” Hernández. Muy amigo de “Calzones Negros” Palomares y del coronel Noé Matheus, que fue jefe civil de Valera en 1897, guerrilleros como él, rápidamente marcha hacia Motatán a reunirse con el general José Manuel Baptista, y se embarcaron en el ferrocarril para batir a machetazos en Sabana de Mendoza, a la tropa del gobierno liberal.
El arrojo e intervención militar del “Pinto” con su montonera siempre fueron decisivos en los triunfos de los “Ponchos”. Para él, el mando en Trujillo solo se entendía y aceptaba cuando estaban los “godos” gobernando. Él había hecho juramento de lealtad con ellos.
Recordando el triunfo en Jajó y la descomunal derrota de La Mocotí. La segunda paliza que reciben los “Ponchos” en Jajó
Cuando ya se ven derrotados y ordenan el «sálvese quien pueda» Silva se fue por la vía del río Motatán. Refiere el general Perfecto Crespo en sus memorias que a la altura de la Quebrada de Cuevas, tiene un encuentro con unos muchachos «nos hicimos unos tiros con una guerrilla fugitiva del célebre Pinto» (Crespo 55); fue en horas de la tarde del mismo 6 de junio de 1898.
Después de esta nueva derrota en Jajó, «Calzones Negros» Palomares había huido hacia el Páramo de Siete Lagunas; sin embargo, lo fue a visitar en la casa. Lo saludó y preguntó:
– ¿Cómo está el amigo “Pinto”? Este le respondió:
– ¡Aquí con las manos yertas y los pies como una barra! A buena hora llegás, “Calzones Negros”. Se dieron la mano, sonrieron y entraron a la sala.
– Tarde pero segura la visita pa’ los amigos, aunque ando a “mata mula”, sin descanso. Al caminar, el anfitrión le dice:
– Un “mangas miada” lagartija, me dijo que vos estabas “bajo sombra”. Se carcajearon. Ambos rememoraron las anécdotas y aflicciones de las dos batallas, la del 92 y la reciente de 1898, que consideró injustificada. Avanzada la conversa, “Calzones Negros” le confiesa que va a «saltar la talanquera»:
– Yo no voy a seguir detrás de los Araujeros, me voy sumar a la tropa del “Tigre de Guaitó”, conversé con él y voy con el grado de oficial y en su Estado Mayor.
– ¿Calzones y qué bicho le picó para ese cambio tan violento y a estas alturas? Palomares le respondió:
– El general Rafael Montilla Petaquero, se va de campaña y me invitó a unirme a las tropas liberales. Lo cierto fue que aquel, le dio la opción de sumarse a su ejército, para no mandarlo a fusilar por los daños y saqueos a los hacendados liberales; este “Montillero” murió a los pocos años en combate en Los Cascajos, cerca de Carora. El “Pinto” quedó sorprendido por el cambio del amigo y le dijo:
– A mi me dio muy mala espina, que el “Chatico” desafiara al «Tigre”. Con esa derrota en La Mocotí, después de haber ganado en Jajó, fue un terrible descalabro para nosotros que expusimos el pecho en batalla.
– ¡A mí también! No fuimos a echar pulso, fuimos a machetear cabezas. Fue la respuesta que le dio «Calzones Negros» Palomares.
– Pues yo no pienso saltar la talanquera, a fin de cuentas ya el gobierno me declaró enemigo público.
– Eso se le respeta “Pinto”.
– Bueno, ya no hay remedio en mi caso; “Calzones”, a lo hecho pecho, aunque nos equivoquemos, debemos correr con las consecuencias.
Las inoficiosas diferencias internas en los partidos políticos (Ponchos y Lagartijos), familiares y parentales, torcían e infectaban de discordia cualquier ideal o reivindicación justiciera, sobre todo cuando enarbolaban la bandera aquella de la “democracia y el pueblo”.
Lo que también era cierto es que, al “Pinto” andando con el “Chato” Briceño, le había ido bien, lo enseñaron a pelear, táctica en combate y al final de cada una de las batallas lo permisaban para tomar ganados, muebles y lo coronaban con el producto del saqueo de los bienes de los perdedores. Con los “Ponchos” le fue muy bien económicamente y podía sostener su propia guerrilla, que lo convirtió en un hombre de poder y de respeto por terror, que para cualquier conspiración, levantamiento o revuelta armada siempre había que tomarlo en cuenta. Eran los tiempos y prácticas de los caudillos andinos.
Enfrenta con su tropa, la dulce revancha liberal
Desde que sucedió la batalla de Jajó, la población varonil había emigrado hacia otros lugares de la República, inclusive a Colombia, esta situación animó a todo aquel liberal o amigo de liberales o parientes que habían perdido animales y valores en esas marchas y saqueos del “Chatico” Briceño obligándolos a formarse en grupos y montoneras a fin de recobrar en las tierras del Chatico y sus copartidarios donde <<la voz pública afirmaba que se encontraban abandonados y que el “Chatico” los disfrutaba y disponía de ellos cínica y tranquilamente como si fueran bienes adquiridos legalmente>> (Gabaldón, 120). Se organizaron grupos armados para la revancha, en varios lugares del Estado.
Como todo montonero, rezaba mucho antes de salir en jornada de guerra. “El Pinto”, no era un hombre común. Terrible presagio, fue el que le produjo su participación en la batalla de Jajó, donde el “Tigre Montilla” le dio hasta con el chucho en la cabeza al “Atila” trujillano. Para colmo, en la precipitada huida tuvo que echarse plomo con un grupo de jóvenes liberales de Valera, comandado por un muchachito de nombre Perfecto Crespo, que a los pocos años sería flamante general liberal y lo incluiría en sus memorias. “El Pinto” seguiría en sus actividades insurreccionales, ahora como defensor armado contra las arbitrariedades y saqueos de los “Lagartijos”, que venían a recuperar sus bienes y algo más. Su camándula, su bestia aperada, su armamento y demás objetos de campaña.
Los contrarios, hacendados también, se organizaron, para enfrentar a los revancheros, <<de donde resultó que, en la cañada de Mendoza Fría y en las riveras del Río Motatán, se apostaron grupos para impedir la realización de la revancha y para matar y atacar a los expedicionarios que se expusieran a su certera puntería. Una de las agrupaciones dichas la capitaneaban los Palomares y la otra, el feroz y terrible Pinto, sobreviniendo escaramuzas de donde resultaron muchas muertes y la subsiguiente zozobra y desgracia del lugar, pues en estos choques no se repararon medios para conseguir los fines>> (Gabaldón, 121). Según este párrafo, la fama del “Pinto”, en opinión de los “Lagartijas”, era de bandolero, intolerable y de gran dureza.
Al Pinto, lo despachan en El Garabato. ¡Qué noche tan cruel!
Supersticioso, pensaba que vendría otro combate final, los “Ponchos” no se quedarían mucho tiempo mascullando la derrota y fuera del poder. Estaba predestinado para morir en combate. Al retirarse las fuerzas vencedoras en Jajó, quedó al mando del Distrito Valera el general Emilio Rivas, quien comenzó la persecución de los enemigos “Ponchos”. Lo primero que hizo fue llamar al coronel Rivas, no eran familia, y cuando estuvo en el Despacho, habló de las andadas del “Pinto” y le ordenó:
– Coronel necesito que acabe con esa rabia. El otro Rivas, salió a cumplir la orden de su superior. La oficialidad subalterna del general Rivas, estaba integrada por Pablo Emilio Manzanilla, Antonio Rivas, José Miliani, Justo Cadenas, Justo Malavé, Juan Terán, Ramón Rangel y José Antonio Rivas.
La comisión designada por el general Emilio Rivas, le montó un cerco y una emboscada alrededor de la casa donde se encontraba. Crespo testigo de estos hechos, en su memorial escribió que este, <<envió al coronel Rivas a una comisión al Garabato y cercaron la casa donde estaba escondido Bernardino Silva con algunos compañeros y sus hijos; al dárseles voces de que abrieran la puerta, contestaron con tiros. De aquella refriega resultó herido gravemente el coronel Rivas, quien murió allí mismo y también un hijo del Pinto. Al fin desocuparon la casa y al salir fue reducida a cenizas. ¡Cosas de la guerra!>> (Crespo, 57). Bernardino Silva vendió cara su vida, cazó al cazador antes de morir, pero abusando de la fuerza sus enemigos, le destruyeron “El Garabato” objetivo de sus sueños.
Al llamarlo a rendición, jamás pensó en entregarse, y los hijos y sus compañeros estaban decididos a todo, y se echaron plomo con la comisión del gobierno. Les gritó desafiante:
- ¡Vengan por mí, babosas “lagartijas”!
“El Pinto” se batió a tiros, se molestó más cuando vio caer herido de bala a uno de sus hijos, y recibiendo varios disparos en distintas partes de su cuerpo, les volvió a gritar:
- ¡Viva el general Araujo y los “Ponchos”, Carajo! Siguió disparando hasta dar el último sacudimiento y desplomarse.
Uno de los de la Comisión, al ver al coronel Rivas tendido en el suelo, se tocaba con cierto nerviosismo el bigote, pensando:
- – Pobrecito mi Coronel, le salió el tiro por la culata. Seguido a la acción de crueldad de los militares del gobierno, el cuadro que dejaron era macabro y sangriento.
Fabricio Gabaldón, en su testimonio sobre esos hechos, explica que los gobernantes liberales generales Espíritu Santos Morales y Rafael González Pacheco, permitieron dichas prácticas y solo deseaban <<la captura del Pinto y los Palomares para que quedara sosegado y garantizado el lugar, tal como se lo imponían sus deberes de mandatarios; al fin se logró con la muerte que le ocasionaron al Pinto y a sus hijos, desarrollando y poniendo en práctica para ello, como si se tratara de la casa de un animal ladino y feroz, un plan que les dio los resultados que aspiraron>> (Gabaldón, 121) . Esa fatídica noche, la sombra estiró sus alones, en aquel lugar dejó muertos, ruinas y cenizas de casas, montones de ceniza, que solo merodeaban perros hambrientos, buscando despojos de aquella atroz carnicería. “El Garabato”, lo convirtieron en un camposanto sin epitafios ni explicaciones.
Siempre anduvo armado, alerta para lo que se le presentara, de franela y calzones cortos, en la montaña no le faltaba su poncho oscuro y en el cuello un pañuelo colorado. La noche que lo sorprendieron, recibió varios impactos de bala en su cuerpo, uno, dos, tres, muchos, parecía que lo iban destrizando desde su interior, sus piernas se estremecían de dolor, comenzó a tambalearse en silencio y, por fin, se desplomó, seguía agónico, sin quejarse. ¡Lo habían masacrado!
¡Qué dramática estampa! Tirado en el lodazal. Resultado de la crueldad política de aquel momento. Sí, era “El Pinto”: ¡qué yacía detrás de una arboleda, aunque en la desdicha, se le vio eufórico y digno al vender cara su muerte, asi mismo, se le vio en batalla, ¡conocible! Después de un último intento por levantar y disparar su arma, quedó inerte y silencioso. Al amanecer, vecinos y niños que fueron acercándose hicieron rondas fúnebres, lo vieron con gran tristeza, lo conocieron y respetaron como colaborador, amigo, trabajador, una señora que fue con su hijo pequeño, como si fueran compañeros de desgracia, persignándose, murmuró:
-¡Ah pecao, como mataron al Pinto!
Años después quedaba en el olvido, en aquel hermoso valle, los recuerdos de los alborotos y revueltas, que dieron lustre al nombre de Bernardino Silva, mejor conocido como “El Pinto”.
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Uno de los temas representativos de la historia social y de la ruralidad andina en el siglo XIX, lo fue el caudillismo local, con sus montoneras, que muchas veces hacían justicia por sus propias manos, guiados por sus propios códigos, a quienes se les llamó bandoleros, forajidos o salteadores de caminos o alzados, sin embargo, su guerrilla encarnaba una respuesta o reacción de carácter política conservadora, de estos campesinos contra la arbitrariedad de los gobernantes “Lagartijos”.
Bernardino Silva “El Pinto” fue un rebelde, figura clave a rescatar y visibilizar que se alzó guiado por sus resumidos ideales: defender sus bienes y la propiedad privada, defender la autonomía de su Provincia, mermada con los cambios de gobierno, y la defensa de su Patria.