Si todo puede ser peor, será peor. La filosofía más pesimista parece cercar al Gobierno de Mauricio Macri y, como consecuencia, a la Argentina. Esta semana el dólar volvió a meter quinta en su carrera meteórica, provocando pronósticos de inflación para fin de año del 55 por ciento; el «riesgo país» retomó bríos y rompió con 2.533 puntos la barrera del sonido marcada en 2005, y Alberto Fernández, ganador de las primarias y favorito a sucederle en la Casa Rosada, regresó al ruedo de las embestidas y proyectó en «The Wall Street Journal» una imagen de Argentina, en cese de pagos que alimentó el pánico de los mercados y de sus compatriotas. El Ejecutivo se lleva las manos a la cabeza y la terapia de shock, con filtro a los bancos para repatriar divisas, generó más temor que respeto.
El expresidente Fernando de la Rúa culpó del caos de 2001 y su salida en helicóptero de la Casa Rosada al FMI por «soltarnos la mano», insistiría hasta su muerte. A Macri le comparan con aquel Gobierno y la oposición kirchnerista se frota las manos con una imagen de abandono del Gobierno antes del 10 de diciembre, fecha de la investidura de su sucesor o de él mismo si logra lo que hoy parece imposible. Pero ni Macri es De la Rua ni el FMI de hoy es el de entonces. El organismo que tuvo en Christine Lagarde a la mejor amiga de Argentina no parece querer repetir la historia y mucho menos enviar señales que favorezcan la candidatura del kircherismo que arropa a Fernández, tutelado por la viuda de Néstor Kirchner.
El organismo de financiación más importante del planeta concedió el pasado año a Argentina una línea de crédito de 56.300 millones de dólares, de los que ya se han desembolsado 44.500, y divorciarse ahora por un vencimiento, a menos de dos meses de las elecciones verdaderas, supondría dar la puntilla a un aliado y acreedor dispuesto a pagar hasta el ultimo céntimo, extremo que Fernández puso en duda y amenazó, si es presidente, con recurrir a las arcas chinas de Xi Jinping.
Mayor control a los bancos
El Banco Central advirtió, exclusivamente a la banca, de que necesitará desde ahora su «autorización previa» para «la distribución de sus resultados». Las razones radican en la necesidad de «mantener la liquidez del sistema, para que los depositantes puedan hacerse de la liquidez que demandan». La medida estuvo vigente de 2016 a 2018 y no pasó nada, pero estos días es otra la imagen que se recrea. La de uno de los banqueros que compartía una reunión de emergencia, el ultimo fin de semana de noviembre de 2001, con el por entonces ministro, Domingo Cavallo. El hombre, sin un centavo en los cajeros, le arrojó unas llaves sobre la mesa y le dijo, palabra más palabra menos: «O haces algo o mañana vas vos a abrir el banco». Argentina estaba en el origen del corralito. Y eso es lo que Mauricio Macri quiere evitar a toda costa con este mecanismo de control.
La voluntad de cumplir con las obligaciones financieras y resucitar en las urnas es real, pero el cuadro podría ilustrarse con Macri en un bote remando en dulce de leche. El anuncio para «reperfilar» los vencimientos de deudas, que no afectan a las personas físicas, tuvo lecturas peligrosas. En rigor, la decisión consiste en retrasar, entre tres y seis meses, los pagos a inversores institucionales. En ningún caso es una reestructuración o canje, ya que no hay «quita» ni intercambio de bonos. El FMI, por boca de su portavoz, Gerry Rice, declaró que entendía estas medidas como «pasos importantes para hacer frente a las necesidades de liquidez y para salvaguardar las reservas», que hoy rondan los 56.000 millones de dólares después tapar una hemorragia de 10.000 millones desde el 11 de agosto, fecha de las primarias que dejaron mal herido a Macri y a Alberto Fernández exultante con el 47% de los votos.