Antonio Pérez Esclarín
@pesclarin
La celebración el 2 de noviembre del “Día de los Muertos” me brinda una gran oportunidad de ofrecer algunas reflexiones sobre la muerte. Los seres humanos somos los únicos que sabemos que vamos a morir. Venimos a la vida para abandonarla y desde que nacemos empezamos a morir. Por lo general, la muerte crea angustia al que va a morir, y un gran dolor a los seres queridos. De ahí la necesidad de enfrentar la muerte propia y la de los demás con serenidad. Necesitamos aprender a morir y aceptar la muerte de los demás de un modo digno, ya que la muerte es inevitable. Hay que saber vivir y saber morir.
Si a vivir se aprende durante toda la vida, toda la vida debería ser un aprendizaje de la muerte. Confucio decía “Aprende a vivir y sabrás morir bien” y Montaigne escribió: “quien le enseña al hombre a vivir, le enseña a morir”. Porque nos sabemos mortales, la muerte tiene importancia en la medida que nos hace reflexionar sobre la vida. Reconocer que vamos a morir debería potenciar la vida, hacernos más auténticos y amables, más solidarios y humanos, más pacíficos y menos violentos, más misericordiosos y menos rencorosos, más generosos y menos egoístas.
En realidad, sólo los que no han vivido en serio, los que se esclavizaron a sus pasiones o ambiciones, los que sembraron dolor y muerte tienen miedo a morir. Los que aceptaron su vida y la vivieron con sencillez y humildad, como don que se entrega, aceptan su muerte y la esperan de un modo sereno, como el debido descanso después de una jornada trabajosa y fecunda. Porque la vida mereció la pena, también vale la pena morir.
Todos deberíamos esforzarnos por hacer de la vida un aprendizaje de la muerte, y de la muerte una lección de vida. Hay muchas formas de vivir y de morir. Hay muertes que más allá del dolor que causan a familiares y amigos, provocan paz, agradecimiento, ganas de vivir en serio, de levantarse de la superficialidad y el individualismo, de superar el rencor y la venganza. Cada persona vive la muerte a su manera. Algunos, como Jesús, los mártires y numerosas personas generosas, fueron capaces de elegir con serenidad la muerte, incluso una muerte afrentosa y dolorosa, en defensa de sus ideales que, para ellos, valían incluso más que la vida. Vivieron para dar vida y murieron para defenderla. Vivieron la vida como entrega y su muerte fue una consecuencia de su modo de vivir. El recuerdo de sus vidas y sus muertes sigue germinando ganas de vivir con autenticidad, de gastar la vida en defensa de la vida.
Amar la vida no significa aferrarse a ella a toda costa, reduciéndola a un mero vegetar o a un alargamiento artificial que imposibilita un mínimo de calidad de vida y alarga sus sufrimientos y los de los familiares y amigos. El que ama la vida desea, en el fondo, morir con dignidad, cuando le llegue su hora. Además, la fe nos lleva a afirmar que nuestra vida, creada por amor, no se pierde en la muerte. La vida es camino a la Vida. Morir no es perderse en el vacío, es entrar en la salvación de Dios, compartir su vida eterna, vivir transformados por su amor infinito. Por ello, la vida no termina en la nada, sino en unos brazos amorosos que nos esperan para adentrarnos en la dimensión profunda del amor.