Luego de pasar la Navidad con su familia, de profundas convicciones católicas, donde disfrutó el reencuentro y compartió la mesa de apetitosos y tradicionales pasteles (hallacas), un poco de carne compuesta, ensalada de gallina, papas cocidas bautizadas de saní, arepas de harina del norte, pan criollo, dulce de lechosa y curruchete, frutas, leche de burra, jugos, emprendió viaje a Mérida acompañado de un guía, muy conocedor de la ruta, también llevaba un sirviente. Pasó por Valera, y unos amigos le organizaron una fiesta, que tuvo que atender. En una de sus cartas, escribió sobre este pasaje, <<no hubo más remedio que acceder a bailar toda la noche hasta que a las cuatro monté a caballo para seguir mi viaje>> (Hernández), a esa hora, emprende la marcha hacia San Juan de Colón (Táchira). Valera, a unas 6 leguas de distancia de La Puerta, equivalía para aquel tiempo una jornada y media y hasta dos jornadas normales de camino en mula; él, muy disciplinado, intentó hacerla en una jornada, con el aplomo que lo sostenía sobre su brioso caballo.
Al ver su aspecto físico y andar, su vestimenta, elegancia y escuchar su forma de hablar, se sabía que era un joven de distinguida y próspera familia, pero además, se notaba que era de esfuerzo y méritos propios. Logró su doctorado en Caracas. Andaba en la búsqueda de un pueblo andino, donde poder demostrar sus conocimientos y capacidades. En la oscuridad, con su misma resolución, con expresión y acento capitalino, dijo:
- ¡Epa vale! vámonos que nos va a agarrar el sol de Valera. Serían las palabras madrugadoras, con interjección y acento caraqueño que se le escucharon al recién graduado galeno trujillano, dirigidas a sus acompañantes de viaje. El sirviente había montado las maletas en la mula; los caballos ya tenían puestas sus enjalmas y sillas.
El 26 de diciembre de 1888, salieron de Valera a esa hora de la madrugada; subieron por el camino viejo y ancho, vía a Mendoza, bajo cerradas arboledas de café. No existía carretera para automóviles, ni por el peligroso margen del brioso río Motatán (Quebrada de Cuevas, La Mesa, Timotes), camino resbaloso, era inhóspito. Tampoco existía carretera de Valera a La Puerta, pero existía el Decreto de 1881 de Juan Pablo Bustillos, para su construcción.
Los chonatales de San Isidro, sintieron el paso veloz de las bestias con los tres viajeros y una de carga. Así, nuestro personaje comenzó a conectarse, respirar y escuchar la naturaleza serrana. Pararon casi a la mitad de trayecto, en Mendoza, era apropiado que buscaran algún sitio donde comer algo y estirar las piernas. Reanudan la marcha comenzando la tarde. Bajaron La Quebradita. Antes de salir, en Valera, pensaron que en unas 8 ó 9 horas, a resuelta galopa y paso forzado, en sus caballos y mulas, podía rendirles la jornada, inclusive para llegar a Timotes. Uno de sus biógrafos, al develar la ruta planeada por el Dr. Hernández, indicó que, <<Su primera parada sería en La Puerta>> (González Cruz, 35).
Precisamente iban subiendo hacia La Puerta, en algunos tramos por laderas de los mismos páramos, vadeando torrenteras, asegurando que las bestias no tuvieran tropiezos, sembradíos de caña dulce, frondosos cafetales custodiados por filas de bucares, un paisaje fresco para los ojos.
Mayormente fueron bordeando el zigzagueante y espumoso río Bomboy, que nace en aquel próximo punto geográfico, que desea ver con sus propios ojos y no pecar de desinformado; eran los trillos del virtuoso padre Rosario. Pasaron caseríos como La Mocojó, La Culebrina, se detuvieron en el famoso paradero “Convento de las Viejas”, en El Rincón, a comer empanadas, pastelitos o hallacas de caraota, o arepa de harina y cuajada, dulces y tomar algún café o jugo fresco elaborados por las hermanas Rivas. El baquiano, bebería un cuello corto de miche, para acomodar el cuerpo. Al terminar de merendar continuaron la marcha. Franquearon Dos Cerritos, la otra capilla del Padre Rosario; siguieron por San Felipe, pasaron la Quebrada de las Yeguas. Era un camino difícil.
Tuvo que parar en el Resguardo Indígena, las bestias necesitaban descanso. Cuando llegó a La Puerta, entró por la vuelta que da al hermoso y prestigioso Oratorio de la Virgen de Guadalupe de Indios, lugar de peregrinos. Su curiosidad católica lo hizo detener y preguntar a los Bomboyes que estaban sembrando cerca, sobre aquel sagrado recinto, construido varias décadas antes por el prócer independentista presbítero Francisco Rosario D.
Montó nuevamente y se dirigió hacia la inclinada plazoleta, donde se bajó, caminó por la única calle hasta el viejo y cerrado Templo San Pablo Apóstol y desde allí observó aquel lugar, del que le habían hablado, unos bohíos grandes y otros pequeños de bahareque y con techos de fajina, de acuerdo al grupo familiar. En los alrededores del Resguardo, pasando el río, varias casas de tapial y piedra, donde vivían los caudillos “ponchos” y hacendados.
Recorrió hasta la vieja casa de los antiguos Corregidores, ahora sede de la Jefatura Civil, explicó que era médico y estaba visitando los pueblos, buscando un lugar para ejercer su profesión, se dirigía al Táchira. Algunos curiosos, que lo entendían, se le acercaron, le comentaron que ellos tenían los secretos para curarse solos, con sus ramas y oraciones. Al más conversador, sin preguntarle, le escucharía:
- Aquí, el díctamo real es lo que nos ayuda contra la vejez, si es del dorado mejor, más fuerza.
José Gregorio, aquel hombre de 1,60 metros de estatura, piel blanca marcada por el sol, <<carácter alegre y dulce, era gentil…compasivo, generoso, caritativo, respetuoso…sencillo>> (Suárez, María Matilde. José Gregorio Hernández, Él era así), sin ínfulas de sabio científico, con amables razones persuasivas, les dijo:
– Soy cristiano, sé rezar, y también sé de yerbas. El novel galeno, también conocía de medicina natural y herbolaria, sin embargo, hasta allí llegó el comentario. Mirando el templo, les comentó:
- Aquí como que no celebran la navidad. La iglesia cerrada. Los concurrentes contestaron:
- Por estos días, la “Serenada”, salen las máscaras, música, guaruras y maracas para el Niño y la fiesta de la Guadalupe, y la bajada del Ches. Son fiestas muy bonitas de aquí. Mientras uno dijo:
- Sí, el cura no viene desde hace mucho, vive en Mendoza, está muy ocupado. Otro, regañó al que dijo esto, en un tono desagradable y le increpó:
- ¡Cállese! Él viene cuando puede. Llegó el silencio, callaron, no era regaño, sino que no querían al cura León, que estaba involucrado en la conspiración para despojarlos de las tierras. Había un Jefe Civil de nombre José Natividad Aponte, muy de la iglesia, que no sabía leer ni escribir, pero a quien realmente le hacían caso, era a su Cacique.
Se veían como parte de esa armonía interna y comunitaria, los niños, en la única calle o camino real, jugando, compartiendo sus alegrías, todos gozando las maravillas de esta tierra. Conformaban la morada de la abstracción social, contemplativa comunidad, tan cercana al río, que perfeccionaba aquel holístico y tranquilo lugar de bellos paisajes, que el poeta Pérez Carmona llamó “el descanso de los dioses”.
Era cotidiano que las nativas, ataviadas con su campechano sumbay bajo la ruana, aguantada por un tupu alrededor del cuello, muchas con sombrero de cola de burra, los muchachos que apenas si dicen algunas palabras en castellano, miraban asombradas entrar aquellos visitantes, que a su vez, también les echaban un vistazo a lo que hacían.
Lo atrayente de esta comunidad no era la belleza del paisaje, clima y sus siembras, sino su armonía y la forma de entenderse, de colaborarse. En aquel fértil valle, custodiado por dos serranías, las sencillas viviendas de bahareque y techos pajizos, concordaban con el amplio espacio donde las mujeres en una esquina de la plazoleta, cerca de la iglesia, exhibían cestas de frutos que cultivaban, no falta el trigo, maíz, papas, arvejas, caña de azúcar y todos los demás rubros de las zonas frías, además, de tener rebaños de ganado vacuno y lanar. Pudo observar, cotidianidades. En un solar, indígenas desgranando maíz, otras pasaban cargando a sus pequeños hijos dentro de fardos terciados en la espalda; las más jóvenes de sombrerillos con plumas de colores, calzadas con cotizas, usando sus metálicos adornos en las mejillas. En un abierto, se secaba café; más allá, pudo observar a las hilanderas del algodón y las tejedoras del fique, y en uno de los amplios bohíos, mujeres con manares seleccionando y enrollando hojas de tabaco, todas sonriendo y hablando en su particular lengua Timoto-Al-Andaluz.
Se puede entender que como científico y conocedor de sus coterráneos, sabía que culturalmente los nativos, mantenían sus creencias, eran fervorosos con su medicina ancestral y su botánica que les daba eficacia en cuanto a su salud, y hasta gozaban de longevidad, inclusive, sumaría lo de la superstición, eso que denominan el conjuro de Chegué y los mojanes con su poder magnético maravilloso, llámenlo augurio, sortilegios o magia, era a lo que estaban acostumbrados y a ello se aferraban, era lo que les ofrecía con generosidad la naturaleza, por lo que se sentían en un espacio dichoso.
Pero, lo que impresionaba era esa áurea de una gente armónica y amable, con una cultura, cotidianidad y estilo de vida distintas, que los hacía diferentes; eso era lo atrayente, casi con un halo de enigma, de uno de los más antiguos pueblos indígenas, incluido en los 16, considerados étnicamente “casi totalmente puro”, ubicado a seis leguas de Valera y a poca distancia de Timotes.
Muchos han preguntado: ¿Pasó realmente el médico José Gregorio Hernández, por La Puerta en 1888? y cabe la pregunta: ¿Y si pasó, por qué no la mencionó, como tampoco a Mendoza, en su carta descriptiva del paso por la Cordillera? A la primera interrogante, es afirmativa la respuesta. Decir que no entró, sería calificarlo de prejuicioso y desconocer sus cualidades y formación científicas.
Por la ruta que tuvo que andar, su disposición a recorrer toda la Cordillera, previendo parar en La Puerta, montado en bestias, acompañado como iba de dos personas, su baquiano y su sirviente, una mula de carga, e incomodado por el trasnocho de la fiesta, se comprende que obligatoriamente se detuvo a descansar y conocer a Mendoza y luego en La Puerta, existiendo en este punto, una de las pocas comunidades aborígenes sobrevivientes.
A la subsecuente interrogante, se debe responder con esto: ¿Se podría dudar de las ganas de conocer este pueblo indígena, dudar de su ansiedad como investigador, su pensamiento, interrogantes, quizás nervios, que abrumaban a aquel científico, cuando le tocó ineludiblemente pasar por este lugar?
Siendo este médico, científico y virtuoso de la filosofía, sabía que dentro de la cosmovisión de esta comunidad indígena, se continuaban practicando los rituales de sanación, con el conocimiento de la herbolaria, y las plantas medicinales, así como, complementadas con las diversas técnicas de curación espiritual. Esta comunidad, relacionada con la civilización Chibcha Mukus, consideraba que las enfermedades eran producidas por el desajuste entre el cuerpo y el espíritu, por eso, la abordaban con rituales para restaurar la armonía necesaria y la salud, también fundamentada en la sana alimentación. La Puerta, era para aquel tiempo un Resguardo Indígena aislado, abandonado por los organismos de gobierno. Para dicho año (1888), La Puerta en lo que hoy es su área urbana, estaba habitada sólo por indígenas Bomboyes, quienes fueron prudentes con su entorno, vivían los tiempos de la República Post Independentista Liberal Guzmancista, y trataron de relacionarse con una vecindad hostil, de caudillos, hacendados y gamonales de pueblos aledaños, que ambicionaba apoderarse de sus tierras, lo que lograron en 1891, 3 años después de esta visita.
Desde una perspectiva historiográfica crítica, es fundamental lo que encontramos en las Cartas del Beato, al no comentar su recorrido por este pueblo, estando a poca distancia de Timotes, aunque se puede entrever una especie de dialéctica compleja, entre científica y el realismo de creencias, entre lo espiritual y lo catolicista, entre la ciencia y la vertiente de la cultura de la civilización indígena comunitaria, que poblaba estas tierras desde 500 a 1.000 años A.C., y perduraba hasta ese momento. El núcleo poblacional de La Puerta, que conoció el Dr. Hernández en 1888, tenía unos 230 habitantes nativos Bomboyes, y unas 70 viviendas indígenas, según estadísticas de Américo Briceño Valero.
El Dr. Hernández, tenía su criterio científico, el cual adelantó días antes de este paseo por La Puerta, cuando se refirió a los enfermos tratados por él, en Betijoque e Isnotú, <<es tan difícil curar a la gente de aquí, porque hay que luchar contra las preocupaciones y ridiculeces que tienen arraigadas: creen en el daño, en las gallinas y las vacas negras, en los remedios que hacen diciendo palabras misteriosas: en suma, yo no sabía que estábamos tan atrasados en estos países>> (Hernández. Carta del 18 de septiembre 1888). Se intuye que por las mismas razones o con mayor énfasis, para dicho año en La Puerta, siendo una comunidad indígena aislada, es obvio, que practicaban los rituales y conocimientos ancestrales para sus curaciones. Con esas razones, es obvio, que entró a conocer esta comunidad y obtuvo su apreciación subjetiva del recorrido.
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El recordado historiador y amigo Arturo Cardozo, sobre la corta estadía de José Gregorio en Trujillo, transcribió un fragmento de una carta al Dr. Dominici: <<en el gobierno de aquí se me ha marcado como godo; se está, estudiando mi expulsión del Estado o más bien si me envían preso a Caracas…Si me echan de aquí, ¿A dónde voy? Esta es mi duda; como tú comprenderás sin que yo haya dado lugar a nada porque sólo me preocupan mis libros. Si me apura la cosa me iré a Caracas y allá decidiremos el remedio>> (Cardozo, 225). El ocurrente Dr. Cardozo, cerró este capítulo, escribiendo: <<La “cosa le apuró”, porque, para abril ya estaba en la capital de la República, preparándose para su viaje a Europa>>; del año 1889.
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El paso del Dr. José Gregorio Hernández, por La Puerta, tiene relevancia histórica tomando en consideración la búsqueda de las razones para que se tenga en esta localidad una devoción tan antigua por este Beato, quizás una de las primeras en Venezuela, en momentos en que se espera que desde Roma, se dicte su condición de santidad, lo que obliga o merece mayor investigación.
Hemos escrito, que la devoción desde el punto de vista orgánico, como grupo católico que existe en La Puerta por el Dr. José Gregorio Hernández, se lo acreditamos al padre Ramón de Jesús Trejo, quien fue Cura en Isnotú, denominado el primer gran devoto, que tuvo entre sus iniciativas la de elaborar, dibujar y diseñar, junto al artesano italiano Salvatore, el primer vitral dedicado a José Gregorio, en el año 1948, reservando antes y después de ser párroco, el nicho en la fachada principal del nuevo templo parroquial de San Pablo Apóstol de La Puerta, para quien no tenía la condición de Venerable, Beato y menos de Santo, justo al lado de San Benito de Palermo; sin embargo, es bastante probable, que aquel paso del llamado Médico de los Pobres, por estos lares, tenga alguna relación con esa devoción. Trejo, aupó la organización y actividades litúrgicas del grupo de devotos de «Mano Goyo», como también se le llama en la comunidad, de los más participativos en las peregrinaciones y caminatas a Isnotú.
Sin vanidad parroquiana, pero sí, con cierto orgullo, estos antecedentes devocionarios a los que me he referido, merecen su investigación y reconocimiento.
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El sirviente, despegando las bridas de las frondosas matas de cío, donde descansaban las bestias, esperaba la orden de los señores, quienes absortos por lo que veían, quedaron suspendidos en el mutismo. Luego, a los pocos segundos, se vieron las caras, y sincronizados con la mirada, José Gregorio se paró del banco donde estaba sentado, y sonriendo, para no comentar su impresión, ni sacar conclusiones de lo que había visto, expresó:
- ¿Seguimos vale? Sonrieron los viajeros.
- Sí doctor, eso es todo lo que hay para ver aquí. Le señaló el acompañante conocedor de la ruta.
- Por lo menos vimos buena parte de lo que hay para ver, pero es mucho lo que hay para saber. Replicaría el filósofo, inspirado en su pasión racional y espiritual por la humanidad. Miraron los caballos, y se decidieron montar, sin apartar las miradas de los indígenas de aquella mustia y particular aldea, se fueron despidiendo.
En algún momento, el Dr. Hernández, pensaría dentro de su agitado viaje, en la vida armónica y especial de aquellos abandonados seres humanos, casi como si estuvieran en conforme resistencia en los confines de la tierra, enfrentándola con la sustancia misma de la candidez y la inocencia.
Se acomodó en la silla y echó a andar, tras el baquiano, exclamando:
- ¡Ahora Timotes!
Miró al subir por las curvas de San Martín, los hermosos y rubios trigales, y dentro de ellos, mestizos abandonando la “fornaleada” y otros simplemente sentados en los pretiles de las casas abrumados por los acordes de los fogones, conjugados con el frío y la niebla.
Al llegar al Portachuelo de La Lagunita, comenzó su descenso por la difícil Cuesta de La Mocotí, única vía para llegar al cercano Timotes. Unos diez años antes, habían mejorado el camino hasta La Mocotí, con algunos arreglos en tramos y vueltas que conducen hacia esa ciudad, del antiguo Estado Guzmán (Mérida).
Los iluminó Chía, con su halo claro y fresco, con manojos de estrellas en el firmamento.
Como cierre de la apresurada y fatigosa jornada, trasnochado y con las asentaderas humeantes de cansancio y dolor, en la noche le comentó al acompañante viajero:
- ¡Epa chico! en este viaje <<no se presentó ningún incidente en particular>>. El guía quien se vio afectado por el páramo, al igual que el sirviente, le respondió:
- ¡Sí, doctor! todo en la travesía estuvo calmado. Las bestias rindieron. El sabio médico, le añadió:
- Lo que te puedo comentar, es que muy <<maltratado llegué a Timotes>> (Hernández).