Muy larga es la historia de la penetración y conquista del mundo occidental por el café, la “bellota roja del arbusto sabeo” de don Mario Briceño Iragorry, degustador como ninguno de la aromática y animadora infusión extraída del grano, que a dos siglos de su llegada a la zona tórrida que nos incluye, forma parte de nuestras más entrañables costumbres, el más consagrado de nuestros ritos, cuya liturgia convoca con una frase invariable: …Y nos tomamos un café. En el hogar, el café de estilo en la gran ciudad, el modesto cafetín de siempre, el kiosco, el ambulante venezolano que talonea la ciudad con sus termos. El lugar no importa, importa conversar.
Esa frase, y nos tomamos un café, repetida muchísimas veces en muchos lugares del mundo, invita al encuentro para dialogar. Sobre cualquier tema, trivial o trascendente. Conversar. Escuchándonos, mirándonos, en algunas ocasiones tocándonos, eso que se ha ido perdiendo, aceleradamente, desde que el teléfono celular se instaló con fuerza de endemia en el orbe para convertirse en presencia casi inevitable. Porque hoy, como nos regañaba ya en 1952 el acérrimo nacionalista don Mario, cuando el prepotente petróleo con su arrogante abundancia desarraigaba nuestra idiosincrasia, “para todo nos reunimos, menos para conversar”. Entonces se fue alcanforando aquella bonita sentencia de la pobreza digna: “A nadie se le niega un café”.
El café. El sabor del café, su aroma, su esencia animosa, y el rito, la taza humeante en el platillo de peltre, loza o aristocrático Limoges, un toque de azúcar, la cucharilla dando vueltas en el fondo oscuro. Una cálida intimidad que sin darnos cuenta propicia la salida a pareceres, confesiones, consejos, palabras amorosas, súplicas y reclamos sin violencia. A la emocionalidad; la apertura del alma, lo más genuino del humano ser.
Lo que sugiere la nostalgia del famoso tango de Héctor Stamponi y Cátulo Castillo, El último café, popularizado por dos voces excepcionales, Roberto Goyeneche y Rocío Dúrcal, está en tiempo de bolero: “Y allí con tu impiedad/ me vi morir de pie/ medí tu vanidad/ y entonces comprendí mi soledad sin para qué…/ Llovía y te ofrecí el último café.”
No puede sorprender aquí la mención musical. En su pequeño libro Alegría de la Tierra, don Mario, al desarrollar su ensayo Una taza de café, nos recuerda que así como el cacao fue en la época colonial el soporte económico de los mantuanos, los señores del poder criollo ligado a la Corona española, “el mestizo café va a ser el fruto republicano por excelencia (…) y con el café apareció la música”, nuestra música, “románticas melodías del cuarteto de Juan Manuel Olivares, Francisco Velázquez y los dos Carreños”; es decir, la Independencia se va haciendo a lomo de caballo , siembra de café y canciones con color de patria nueva.
MUSA PARA TODOS LOS GUSTOS
Aquel genésico ambiente de música y café y sorda rebeldía en la quietud inconforme de los cafetales que puja en la agonizante posesión de la bemba borbónica, es lo que intenta mostrar el compositor popular venezolano Hugo Blanco en su canción Moliendo Café; la nueva sociedad en dolor de parto va surgiendo con el florecimiento del café en la montaña, cuyos menguados restos pinta para nuestra época la compositora Conny Méndez en su poema canción Tierruca; la montaña, los Andes, lo que también ve al bajar de Escuque a Valera Laín Sánchez, heterónimo del querido poeta panandino Pedro Pablo Paredes: “…arriba, dominándolo todo, las ramas amparadoras de los bucares (…), más abajo, a buen cobijo de los rigores solares, verdeoscuro, en toda su lozanía, el cafetal”. Conny Méndez canta: “Florece en la montaña el cafetal, canta la paraulata y el turpial”. La montaña de nuestras serranías, la que con el mismo amor telúrico devela el compositor y musicólogo tachirense Luis Felipe Ramón y Rivera: “Andina es mi montaña/, mi tiple, mi ruana,/ son andinas las brisas/ que acarician mi piel,/ en las cumbres enhiestas/ florece la mañana/ y en la boca aldeana/ florece un sol también.” A lo que suma otro tachirense, el poeta Manuel Felipe Rugeles, hoy en el total olvido de los estudiosos y cultores de la poesía en Venezuela: “La jícara rebosante/ de olorosa y tibia miel/ tiembla en tus manos muchacha/ de ojos color de café./ Huele el cafetal en flor./ Muy pronto estarán las pomas/ maduras como el amor”
La poesía cumplió. Dejó constancia de aquella riqueza del esfuerzo, asfixiada por el humo y el olor de la gasolina y los plásticos derivados del petróleo, y las manos peludas y uñosas de los malos gobernantes. El trabajado verdeoscuro de Laín Sánchez se volvió verdeoscuro de dólar no trabajado. Pero las mutaciones industriales no funcionaron: del Norte enviaron el Nescafé y otras falsas alegrías sustitutas que no pasaron de ciertos gustos de escasa exigencia, ejercidas con alardes de sofisticación. Otras lo fueron para la indignidad: el pocillo fue suplantado por un vasito de plástico, y la cucharilla por un pedazo de pitillo, ambos tirados a la calzada por la prisa callejera tras el consumo, de donde son recogidos por el reciclaje amparado por la indiferencia sanitaria. Pero en la mayoría de los hogares siguió el guayoyo humeante abriendo ventanas a los soles albeares. O el recuelo en poso de la manga extenuada. O el guarapete. Con algunas mixturas que no son de mi gusto. “Negrito, con leche o marrón, más sabroso es El Peñón”, le acomodaron los creativos de la TV a un café industrializado de buena venta, que en su lata marrón, envase al vacío, anunciaba en inglés sus virtudes: extra quality, 100% ground coffee, espresso blend. Y desde nuestra comarca, desde Pampán, con otro eslogan se acreditaba el Flor de Patria: “Es puro, por eso es bueno”. Todos tratando de meter por los ojos y los oídos, lo que debe consagrar el gusto y el olfato.
Y otras audacias, rechazadas con miradas torvas por quienes no dan un paso atrás en sus encarnadas tradiciones: capuchino, mocachino, affogato, frappé. ¡Nada de eso! ¡Tinto! “Negro como mi dolor”, que pedía la desconsolada viuda de Betijoque en el velorio de su esposo, cuento del cronista Hugo Dubuc. Tinto y caliente. Que velorio sin café no es velorio; ya veremos qué impone la cremación. Y si a extremos se les llama a los empecinados vernáculos, hacia allá se van sin titubeos: el bolón sin la mancilla del azúcar (con reminiscencia escrotal), o el cerrero con escasísimo dulce. Y también de reojo al apresurado carajillo español, engañado con ron o cualquier otro alcohol etílico. Audacias que lo echaron a la frivolidad: café concert, café danzante. Edgar Degas perpetuó uno de ellos en famoso cuadro impresionista.
En su libro de ensayos El Viaje, Sergio Pitol menciona otro famoso, el Café Arco, en Praga, “uno de los recintos sagrados de la literatura de entreguerras, el lugar donde Franz Kafka se reunía con sus mejores amigos.” Distinto del Café Pushkin inventado por el cantante francés Fernando Genesir para su canción Natalie, cuya popularidad internacional motivó el hoy Café Pushkin de Moscú, lugar de turistas adinerados, en el que el poeta epónimo, Alexander Pushkin (1799/1837), hubiera estado muy a gusto con su bella y provocadora esposa Natalia, que lo empujó a un duelo a pistola que le cortó la vida a sus 37 años.
Soy buen lector, subrayo lo que me sorprende, y todavía tengo buena memoria. No soy vicioso del café, pero me gusta, sobre todo el de la mañana, que preparamos en una greca Cimbali. No soy experto en esta materia, pero cuando Eladio me pidió que escribiera sobre el tema, supe dónde buscar. Comulgo con lo mucho de Ernesto Sábato en su quejoso libro La Resistencia, y entre lo mucho lo del café: Vivimos tan apresurados, “que nos estamos volviendo incapaces de detenernos ante una taza de café”. “Creo en los cafés, en el diálogo, creo en la dignidad de la persona, creo en la libertad”. “El hombre no es un simple objeto desprovisto de alma; ni siquiera un simple animal: es un animal que no sólo tiene alma, sino espíritu.” “El hombre se expresa para llegar a los demás, para salir del cautiverio de su soledad”.
Conversar es compartir esa soledad. Conversar en torno de una taza de café, es abrir al otro la abundancia de nuestro corazón.
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