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Vivir para contarlo. El día que decidí explorar la historia natural de la humanidad / Por Pedro A. Hernández V.

Sentido de Historia

por Redacción Web
27/07/2025
Reading Time: 6 mins read
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En el año 1977 decidí explorar la historia natural de la humanidad y no había un mejor lugar para hacerlo que visitar en la ciudad de Nueva York el Museo Americano de Historia Natural. Aquella genial idea de visitar el lugar había estado dando vuelta en mi imaginario de aprendiz de filósofo y de aventurero, en mi primer año de residencia en Estados Unidos, pero fue a raíz de mi visita como huésped de mi amiga Rosalba Molina y del poeta y paisano, Juan Vicente Molina que, estaba en el consulado en la ciudad de Baltimore, cuando decidí emprender dicha aventura.

En una visita de un día recorrí parte de una serie de salas del museo, localizado en la ciudad de Nueva York, donde se cuenta parte de la historia de lo que fuimos y somos. Luego de tener por largos años aquella inolvidable aventura en un lugar oculto de mi psiquis, hoy, gracias a un maravilloso film que disfruté como lo es Jurassi Worl Rebith 2025 y, gracias también, a una aventura en busca de conocimiento que hice con mis iguales de la Cátedra Mario Briceño Iragorry al Museo “Unidos Por Chejendé” en donde observamos trastes de nuestros originarios Cuicas y en el que observamos también fósiles marinos del periodo cretácico, de la era mesozoica, fue que decidí contar, en “vivir para contarlo”, aquel maravilloso encuentro con el museo de Historia Natural. Lugar que abrió mi mente en aquellos días, a lo global, a lo universal, a lo cósmico y me hizo parte del acontecer científico que vivíamos. Aquel soñado y maravilloso lugar estaba ubicado en pleno centro de la ciudad de Nueva York, justo al frente del Center Park, estaba constituido en aquel entonces, si mi recuerdo no me falla, por 21 edificios; hoy tiene 27, todos ellos interconectados, aunque no todos ellos tienen exposiciones. Allí hay una colección de 35 millones de objetos los cuales no todos se exhiben, pero a veces se rotan; sus múltiples salas están dedicadas a la biodiversidad que ha existido y existen en el planeta y tiene una multitud de animales fosilizados, con formatos y con vida en tamaño natural, allí está también parte de la flora y fauna existente tanto en la superficie terrestre como en el mar.

En la sala de los orígenes humanos se explora la evolución humana y las diferentes culturas del mundo, como las civilizaciones antiguas, la ruta de la seda, los pueblos nativos americanos, entre otros. Están a tamaño real los predecesores humanos tales como el alfarense, el Neandertal, el Cromañón; incluyendo un molde del hombre de Pekín y, por supuesto, hay especímenes del Homo erectus. En esa sala, como pueden ver lectores invisibles, están las huellas indelebles de quiénes somos y de dónde descendemos. Por supuesto, a la hora de encontrarnos en el museo no podíamos dejar de visitar otra sala impactante que nos muestra nuestro pasado milenario como lo es la sala de los dinosaurios. Allí hay fósiles con sus correspondientes réplicas que nos muestran a esos animales en tamaño y forma natural, también hay Triceratops con sus grandes cuernos, el Stegosauro con la placa en la espalda, el Apatosaurus entre otros y, por supuesto, la joya de la corona de los dinosauros que tiene una impresionante escultura en tamaño natural como lo es el Tiranosaurio Rex, incluso hay hasta huevos de dinosaurios en su nido. Aquel mundo maravilloso de los dinosaurios que comenzó a descubrirse en el siglo XIX me transformaron, en aquella sala, en todo un filósofo y los por qué, los cómo, los cuándo y los dónde saltaron en mis pensamientos pues aquellos dinosauros hablaban por sí mismos y mostraba una verdad tangible “el mundo en que vivimos no se hizo en seis días literales de 24 horas” (libro de Génesis). Aquellos fósiles certificaban y delataban otra verdad oculta y exclamaban que nuestro planeta se había desarrollado en un proceso evolutivo que duró millones de años, la prueba estaba a la vista y los dinosaurios con su majestuosa presencia así lo certificaban.

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En la sala de Oceanía nos sumergimos en el mundo marino, la vida en el mar. Hay cientos de criaturas acuáticas expuestas: una ballena azul de 29 metros sobre la cabeza de los visitantes, un cachalote y un calamar gigante peleando con un tiburón ballena, el pez más grande. En aquel recorrido también visité un planetario en el que navegamos por senderos cósmicos y sentimos lo que se siente viajando en una nave espacial y puedes hasta echar un vistazo al atlas digital del universo. Allí hay, también, un meteorito que pesa más de 15 toneladas que se estrelló contra la tierra. En la sala de gemas y minerales podrás admirar más de 5.000 especies minerales de todo el mundo, una piedra preciosa que tiene 135 millones de años. También hay salas de los reptiles, de las aves, con todas las aves del mundo; la sala de los mamíferos y en esta puedes ver un impresionante mamut que vivió hace 11.000 años, también puedes ver el escalofriante lestodon, un perezoso gigante que habitó en Sudamérica y que por su esqueleto no se parece en nada a la pereza actual, medía aproximadamente 4 metros y su masa estimada es de 2.5 toneladas. La atmósfera de aquel lugar, lectores del Diario de los Andes, me hizo sentir en aquel día como si estuvieras en un safari; sobre todo, cuando estaba en el mundo salvaje rodeado de elefantes, jirafas, tigres, leones, gorilas y serpientes.

Finalizo, amigos invisibles, esta primera narrativa, expresando que esto fue parte de lo que este cristiano pudo ver y que aún recuerda de aquel día de aventura en aquel museo que es uno de los mejores del mundo en su tipo. Por supuesto, me quedó pendiente por ver un insectario, un vivario, un mundo invisible que nos lleva incluso al cerebro humano y muchas, muchas cosas más.

Como nota final en esta crónica no puedo dejar de mencionar que en la visita que hice a Baltimore, ciudad cercana a New York y, donde fui huésped de la familia Molina, tuve la oportunidad de conocer la vivienda en donde vivió Edgar Allan Poe, la cual es ahora su museo y, aunque no pude entrar formalmente al lugar, debido a que le hacían mantenimiento a la estructura, me permitieron observar desde su entrada principal parte de su interior y su mobiliario. Desde luego, en aquel momento vi aquella huella en el tiempo con otros ojos, pues era sólo un joven recién soltado al ruedo. Así que hoy quiero recordar aquella impronta vista con mis ojos y mi mente de hoy. Los invito pues a ponerse cómodos y viajar conmigo en la máquina del tiempo que nos llevará a los 1.800. En aquel día de invierno del año 1.977 con mi musa encendida me imaginé ver en aquel instante en el interior de aquella vivienda a un Edgar Allan Poe con su típico mostacho, con su rostro ovalado, con sus ojos grandes y expresivos, con su porte erguido, con sus obsesiones y su alma atormentada que se reflejan en su obra, cerca de él estaba el famoso cuervo una ave asociada con la muerte, la oscuridad y lo desconocido y que le hizo famoso. El cuervo en cuestión estaba parado sobre un busto de Palas Atenea, la diosa griega de la sabiduría y, tal como narra el poema, repetía constantemente la expresión “nunca más, nunca más”; esta es la única respuesta ante la insistente pregunta de un hombre atormentado que quería saber si volvería a ver a su amada ya difunta. Aquel hombre en cuestión, abrumado y desesperado ante tan irremediable pérdida me lo imaginé abatido sentado detrás de un viejo mesón sobre el cual habían tres gatos que eran las mascotas del escritor,, que cuentan le inspiraban, hasta se llegó a decir que uno de sus gatos favoritos llamado Carey, solía acurrucarse en su hombro mientras el escribía. En aquel viejo mesón colocado justamente al centro de un salón, probablemente, Allan Poe escribió su poema de 108 versos que le hizo famoso y al que tituló, El Cuervo. Ante el frío reinante en aquella temporada de invierno, también me imaginé que en aquella vivienda donde vivió el poeta, había una estufa a leña para combatir el frío y que producía un fuerte olor a pino seco o a incienso. En aquel espacio finalmente gravitaba Leonor, la musa amada que había partido a la eternidad y por la que preguntaba aquel hombre atormentado que no se resignó a verla partir. Ella levitaba en aquel espacio y no podía ser vista por aquellos mortales, su ser ocupaba la dimensión o el espacio donde están los que se fueron, para nunca más volver. Leonor en su espacio y dimensión, cuenta el poema, siguió leyendo sus amados libros de los que nunca se apartó…

 

 

Tags: CulturahistoriaSentido de HistoriaTrujilloValera
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