Valera sigue siendo una ciudad seductora. Sigue teniendo sus encantos. No ha dejado de ser un pueblo “moderno”. La miro, y la sigo viendo señorial.
Un día, de cuyo mes y año no recuerdo, decidí volver a recorrer sus calles y avenidas, sin rumbo predeterminado. Me acompañó el deseo de encontrarme con mis añoranzas de la comarca y, este, no era un objetivo menor.
Subo por la avenida cinco, paso por la Plaza San Pedro y veo la casa de la abuela Rosa; la Unión Mercantil Pacheco; y, más arriba, a nivel de la calle catorce me reencuentro con la casa donde viví en los años de la infancia. Saludé a doña Elda y Eldita, madre y hermana de Toño y María Vale, vecinos y primeros amigos, quienes me socorrían cada vez que mi mamá me iba a castigar. Eldita todavía me llama “me muero”. De nuevo contemplo el edificio Perezzi, el cual veía asombrado por las pinturas plasmadas en sus paredes y techo. Después supe que los hermanos Sixto y Pedro Perezzi, fueron quienes pintaron la cúpula de la iglesia San Pedro y del Santo Niño Jesús de Escuque.
Subo por la avenida diez, y me encuentro con el “Sol y Sombra”; con la “bola” de Juan Abreu; con Radio Valera; con la heladería “Los Andes”; con el almacén “Mi Tesoro”; con “El Conticinio”, me asomo a ver si está mi cuñado el poeta Pérez Carmona, pero ya se había ido para “El Campo”. Al llegar a la esquina de la calle 12, miro los carros que exhibe “Muchacho Hermanos Automotriz”, y me digo: algún día tendré uno de esos. Sigo subiendo y llegó a “La Criollita”, compito por el servicio de dos empanadas con unos funcionarios de la Digepol, ellos policías y yo comunista, sin que lo supieran claro está. Hasta que por fin llego a la calle 15, allí sigue estando la pulpería de los “viejitos” Celis, donde nos aprovisionábamos de la “mielita”, para seguir dando serenatas.
Me voy para la avenida seis y me reencuentro con la arepera “Del budare a su boca”, saludo a Homero Mejías “Patachón” y a la familia Artigas; entro a la bodega del “Gato Luis”, para que me venda un trompo y una docena de metras; con los pastelitos de doña Rosa Sayago. Como buen valerano, me acerco a la “esquina caliente”, para escuchar las conversaciones que, sobre lo posible y lo inimaginable, servían de tema para sus contertulios.
Siento que algo me falta. Sediento por conocer lo último que se cuenta en Valera, me voy para “La Cienega”, allí en el “Culebros Club”, la información está fresquecita y sin mentiras. Ahora sí entiendo por qué la rivalidad entre el “Delicias” y el “Proletarios”, no era solo por el béisbol.
La nostalgia comienza a apoderarse de mi ser. Me resisto a que ello suceda. Respiro profundo y tomo fuerza diciéndome: Valera no es Macondo.
Mi peregrinar por las calles de Valera, no es errante. Sé por dónde ando y qué busco. Todo lo veo igual a como era Valera en mis años mozos. Quiero convencerme de que nada le falta, de que todo está allí, en el mismo lugar.
En la Plaza Bolívar, escucho la retreta de la Banda Municipal. En la esquina del cine Libertad vuelvo a encontrarme con Chayo, Montillita, Pelito e´cochino, Toño Vale, Rodulfo Mejía, Mentirita, Judas, Pedro “el mirista”, Alfredo Moreno, Aly Paredes, Juan Pedro y otros camaradas y amigos. Cada uno más radical que el otro. El tema de conversación sigue siendo el mismo: la revolución venezolana, el fracaso de la lucha armada, la revolución rusa, china y cubana. Fidel y El «Che» eran nuestros ídolos, y en ello coincidíamos, casi todos.
Pensé que el motivo de volver a recorrer Valera, se había cumplido. Iba camino a mi casa en Bella Vista cuando, al llegar a la esquina de la calle ocho con avenida nueve, vi el mastodonte de cemento llamado eufemísticamente Centro Comercial Edivica. Coño, por qué lo hicieron, por qué tumbaron el hermoso edificio que sirvió de primera sede al Colegio Salesianos y luego al Liceo Antonio Nicolás Briceño, me pregunté. La ira se apoderó de mí. Estos terrófagos de estiércol están acabando con Valera. No los odio, pero tampoco los quiero, fue mi sentencia.
Seguí mi camino, al llegar a la esquina de “Blas Linares”, sin saber por qué razón, crucé a la izquierda, bajando por la avenida seis me encontré con la “Eloísa Fonseca”, ahí está mi infancia, me dije emocionado. Metros más abajo, “el Rangel”, como siempre lo hemos llamado. Mi templo mayor. La casa donde conocí las sombras que tiene la vida, aprendí a enfrentarlas, con el propósito de vencerlas. Tantos recuerdos acumulados en sus pasillos, en sus aulas, en sus canchas deportivas. Tantos consejos de mis profesores, verdaderos maestros. Tanto cariño de sus secretarias, de sus bedeles. Tanta solidaridad, apoyo, protección y amor de los “compañeros rangelianos”.
No puedo negarlo. La nostalgia me venció. Maldije a Freud por haberme traído el pasado al presente.
No pude más. Los recuerdos, sueños y pensamientos se habían apoderado de mí. No tuve fuerza para levantar el vuelo como el Buho de Minerva. Sentí que necesitaba tomar un segundo aire. Sentí que era una necesidad urgente sacar esos espíritus de mi alma. Me fui al Tequendama, con su especial atención don Manuel me mandó a pasar adelante; Manuelito me sirvió una polar, extrañamente fría. Allí estaban Jorge, Toño Vale, La Pulga, Benigno, Rodulfo, Amado, Henry, Santiaguito, Dimitri y “Perucho” Coronado, grandes chamanes, capaces de vencer cualquier exorcismo con los “jenjumbres” de la amistad.
Quien diga que Valera no es una ciudad seductora, no la ha vivido.