Por: Nelson Enrique Santini C.
Hace años, gobernaba como dictador un país del tercer mundo, aunque no era su nombre de pila, lo llamaban Narciso, porque, al igual que su antepasado mitológico, tenía la costumbre de mirarse cada rato en el espejo, lo que hacía con suma complacencia. Progresivamente, esa costumbre se le fue acentuando, hasta el punto de que un día ordenó a sus ayudantes colocar espejos convenientemente ubicados en su palacio, donde pudiera recrearse contemplando su imagen, sin descuidar las responsabilidades de gobierno. Como ese afán por mirarse y admirarse se hacía cada vez más exigente, indujo a sus colaboradores regalarle juegos de espejos, cuyos cristales se adaptaran de tal manera, que siempre reflejaran imágenes de él gratas a sus sentidos. Sus asesores conocían la importancia que tenía para el dictador satisfacer ese hábito y por eso lo trataron como asunto de Estado. Más adelante, descubrieron que un equivalente a mirarse y admirarse en el espejo era el culto a la personalidad, y, a partir de entonces, planificaron nuevas estrategias, en las que el fin seguía siendo el mismo, sólo variarían las formas de alcanzarlo. Ese descubrimiento los llevó a recomendar los procedimientos necesarios para que todos los habitantes del país rindieran culto al dictador, muchos de los cuales debían hacerlo con carácter obligatorio por ser servidores públicos o dependientes de sus ayudas. Por otra parte, advirtieron que se hacía indispensable contratar empresas de publicidad, para que, fundamentadas en estudios del mercado de electores, determinaran las motivaciones ocultas del electorado que permitirían diseñar una imagen del dictador acorde con las preferencias del elector y de él mismo. Consideraron también importante llevar a cabo una campaña destinada al adoctrinamiento de los funcionarios públicos, de los maestros y alumnos, y de todos aquellos que de alguna manera se beneficiaran con las ayudas y dádivas del Estado, como los beneficiarios de las misiones, de las cajas con alimentos, bonos, etc. Se estimó necesario que los funcionarios públicos, así como los beneficiarios por la acción del gobierno, debían estar siempre preparados para asistir a las diferentes actividades que eran convocadas para rendir culto al dictador. Para tal fin, periódicamente se organizaban concentraciones, marchas, puntos rojos, etc, en los que, además de aplicarse técnicas de adoctrinamiento, se distribuía material de propaganda a favor del régimen, gritaban consignas políticas y se alababa al dictador. Sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos de sus asesores, los anhelos del dictador, de ser admirado por los demás no se saciaban, por lo que él mismo inventó un día la posibilidad de contrastar su imagen y popularidad con aquellos miembros de la comunidad nacional que tuvieran condiciones de liderazgo y cierta ascendencia sobre los demás; por ese motivo se organizaron simulacros de elecciones que permitían evaluar, cada cierto tiempo, cómo estaba siendo visto por el país, y también cómo estaba su popularidad y aceptación. Pero, sus asesores sabían que el dictador no estaba preparado para aceptar resultados adversos, motivo por el cual, los funcionarios del organismo electoral, después de cada acto comicial, simulaban largos y difíciles conteos de votos, para terminar acomodando los resultados finales, de manera que fueran de su agrado. En una ocasión parecieron surgir competidores con capacidad para convertirse en verdaderos rivales para las elecciones anunciadas, por lo que, ante el temor a un descalabro electoral, se optó por inhabilitarlos políticamente y propiciar, en su lugar, candidaturas de rivales que fueran dóciles y acomodaticios, y que, al finalizar el proceso electoral, fueran los primeros en aceptar su derrota y reconocer que perdieron en buena lid.
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