Petrolina (Brasil), 15 ago (EFE).-Son los primeros días del Sertões brasileño, el mayor rally de América Latina, y la dureza de la prueba ya se ha hecho sentir: varios autos retirados por averías, el choque de un motociclista con un caballo despistado y, obviamente, decenas de pinchazos.
El Sertões permanece casi desconocido para el gran público. Sin embargo, dentro del mundo del motor su fama como una de las competiciones más exigentes del automovilismo actual ha trascendido las fronteras de Brasil.
De los 176 vehículos inscritos en esta edición, un 20 % no completó la primera etapa y otro 8 % abandonó la segunda.
El auto de Lucas Moraes está entre los afortunados. Al caer la tarde, llega al campamento base con daños menores: la rama de un árbol arrancó su guardabarros derecho.
«Solo vas a poder romper otro más, ¿eh?», advierte el mecánico, preocupado por las piezas de repuesto.
«Pues así va a ser el rally entero», responde Moraes, después de quitarse el casco y desabrocharse la parte de arriba de su chaquetón.
Pese a los golpes en la carrocería, acaba de quedar primero en una etapa con pista de tierra, que ha recorrido a una velocidad de hasta 170 kilómetros por hora.
El piloto brasileño de 33 años, tercero en el Rally Dakar de este año, es el gran favorito para ganar la competición, que recorre en ocho días 3.793 kilómetros, casi cuatro veces la distancia de España de norte a sur.
«El Sertões es muy técnico, con muchos caminitos estrechos, vallas que de repente te encuentras cerradas; en el Dakar, solo hay que seguir el rumbo», comenta Moraes a EFE, invitada a acompañar la competición.
Inaugurado en 1993, el Sertões atraviesa este año el paisaje árido de la región nordeste de Brasil, donde es protagonista el mandacaru, un cactus cuya flor blanca se abre en la noche y se marchita al salir el sol.
730 KILÓMETROS SIN APOYO MECÁNICO
Como cada tarde a las 19.00, Moraes y el resto de equipos se reúnen en una gran nave del campamento base para escuchar el informe con las novedades de la próxima etapa, una de las más duras.
Serán 730 kilómetros repartidos en dos días y durante ese tiempo los pilotos no dispondrán de apoyo mecánico.
La lista de peligros es larga: «Comienza muy dura, con mucha piedra. Tendréis subidas sin visión, un cañón bien estrecho…», enumera el director técnico Carlos Eduardo Sachs, quien se despide de los competidores con un «Dios os acompañe».
Sachs diseña las rutas desde hace dos décadas. Empezó cuando no había Google ni GPS; tenía que recorrer Brasil con un mapa de carreteras y hablar con los agricultores de la zona para enterarse de los entresijos del terreno.
Lo que no ha cambiado desde entonces es su criterio para la elección de caminos: «Cuanto más difícil, mejor».
Advertidos de los peligros, los equipos vuelven a sus camionetas dormitorio para reunir fuerzas.
Algunos aún se lamentan por los minutos perdidos en la etapa anterior, aunque el plato de carne con patatas que tienen enfrente ayuda a pasar página.
Los mecánicos como Yousef Al Sabbah cargan con preocupaciones más inmediatas. Agachado a un lado de un coche, está engrasando los ejes de pivote, que dan dirección a las ruedas.
La noche anterior apenas durmió hora y media, y ahora calcula que terminará a las 3.00 de la madrugada. No parece molestarle demasiado.
«Esto se lleva en la sangre» es una línea que se escucha a menudo entre los asiduos al rally, una burbuja sociodeportiva que exige dedicación completa.
Pocas horas después, sobre las 6.00 de la mañana, los primeros motociclistas llegan al lugar de salida, donde ya espera un grupo de jornaleros que ha pedido el día libre para ver el rally. Mientras aguardan la luz verde, los competidores hacen estiramientos de cadera.
El argentino Martín Duplessis, de 32 años, quiere alcanzar la meta con la moto «sana», pero también recuperar los 10 minutos que le separan del líder.
«En 400 kilómetros puede pasar de todo», afirma.
A 20 segundos para la salida, Duplessis se ajusta el casco; a 10 segundos, se santigua; y en el momento justo levanta una cola de polvo y desaparece entre los cactus en busca del tiempo perdido.
Jon Martín Cullell
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