Por: David Uzcátegui
La historia nos enseña que las guerras, incluso las comerciales, no dejan ganadores claros, pero sí muchos perdedores. Y la más reciente ofensiva arancelaria del presidente Donald Trump ha confirmado esta máxima con una contundencia devastadora. Lo que comenzó como una estrategia para reducir el déficit comercial de Estados Unidos y castigar a sus adversarios –principalmente China– ha escalado a una confrontación económica global que amenaza con arrastrar a los mercados financieros a una recesión y golpear duramente al consumidor estadounidense.
El martes, los mercados bursátiles vivieron un auténtico vaivén emocional. La Bolsa de Valores de Nueva York pasó de una notable ganancia matutina a una caída estrepitosa al cierre, reflejo del desconcierto de los inversores ante la falta de claridad sobre los próximos pasos de la política comercial del nuevo gobierno estadounidense. El índice S&P 500, columna vertebral de muchas cuentas de retiro estadounidenses, perdió casi un 1,6% y quedó 19% por debajo de su récord reciente. El Dow Jones cayó 320 puntos pese a haber subido 1.460 en algún momento del día. Y el Nasdaq, más vulnerable a las tensiones tecnológicas, cayó más del 2%.
No fue un fenómeno aislado. Los mercados de Asia y Europa también vieron caídas pronunciadas. La euforia en Tokio, París y Shanghái, que vieron subidas momentáneas del 6%, 2,5% y 1,6% respectivamente, se desinfló ante la certeza de que la escalada de la Casa Blanca es real.
Y es que las palabras del presidente en su plataforma Truth Social no bastan para calmar a los mercados. Trump aseguró que hay conversaciones con Corea del Sur y otros países, pero su retórica incendiaria y su historial de decisiones unilaterales han sembrado dudas. La promesa de nuevos aranceles del 104% sobre productos chinos entró en vigor justo después de la medianoche, sin exenciones ni contemplaciones, en un claro mensaje de confrontación.
En paralelo, China respondió con la firmeza esperada. «Lucharemos hasta el final», advirtió Pekín, anticipando contramedidas que solo profundizarán la crisis. La Unión Europea se prepara para responder a los aranceles estadounidenses sobre el acero, el aluminio y ahora también los automóviles.
La guerra comercial desatada es, en esencia, un ataque directo al orden económico global construido en las últimas décadas. La globalización –con todos sus defectos y desafíos– ha permitido la reducción de precios al consumidor, la expansión del comercio y la integración de cadenas de suministro que hoy resultan vitales para cientos de industrias.
Y los consumidores estadounidenses ya lo están sintiendo. Los productos importados son más caros. Empresas como Best Buy –que depende en un 55% de proveedores que importan desde China– vieron cómo sus acciones caían un 8,3%. Ralph Lauren, con un 15% de su producción proveniente de China, se hundió un 5,6%. Estos no son casos aislados, sino síntomas de una enfermedad que comienza a extenderse por toda la economía.
A ello se suma la desinformación. Trump ha insistido en que es China quien paga los aranceles. Eso es falso. Son los importadores estadounidenses quienes asumen el costo, que inevitablemente se traslada al consumidor final. Y ha inflado el déficit comercial con China, presentándolo como una amenaza tres veces mayor de lo que es en realidad.
Incluso llegó a decir que Europa “no compra nada” a Estados Unidos, cuando los datos muestran exportaciones por 649.000 millones de dólares en 2024.
Estas afirmaciones no solo son incorrectas: son peligrosas. Al construir su narrativa sobre falsedades, el mandatario desinforma al público y alimenta una lógica de confrontación que ya está generando pérdidas concretas. Las señales de una recesión global ya no son remotas: son probables.
La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, ha ofrecido una solución de “cero por cero” en aranceles industriales. Fue rechazada por Washington.
La guerra arancelaria es, en el fondo, un intento de recuperar un pasado industrial que ya no existe. El populismo que llevó a Trump al poder alimenta una nostalgia por las fábricas perdidas, pero el mundo ha cambiado. La economía global es más interdependiente que nunca. Desconectarse de ella a base de sanciones solo conseguirá empobrecer a los propios estadounidenses.
El precio de esta guerra lo pagarán, una vez más, los de siempre: los ciudadanos de a pie, que verán cómo suben los precios en los supermercados, cómo se reducen las oportunidades de empleo y cómo sus fondos de retiro pierden valor. En nombre de una supuesta defensa de los intereses nacionales, Donald Trump está empujando a su país –y al mundo– hacia una tormenta económica que podría haber sido evitada.
Porque, como en toda guerra, lo más caro no son las armas: son las consecuencias.