El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, abrió hoy una nueva crisis en su turbulento gabinete. A los pocos días de iniciada la guerra tarifaria y de aceptar por sorpresa reunirse cara a cara con el líder norcoreano, Kim Jong-un, el mandatario republicano anunció la destitución de su secretario de Estado, Rex Tillerson, y su recambio por el director de la CIA, el halcón Mike Pompeo. La jefatura de la CIA será ocupada a su vez por Gina Haspel, la primera mujer en el cargo. Tanto el puesto de Pompeo, un antiguo congresista republicano, como el de Haspel requieren de confirmación del Senado. Con la salida de Tillerson, a quien ni siiquiera se le dio explicación de su cese, cae otro de los pesos pesados del sector moderado (la semana pasada fue el consejero económico, Gary Cohn) y se confirma una vez más la vertiginosa capacidad de Trump para quemar equipos.
«Mike Pompeo, director de la CIA, será nuestro nuevo secretario de Estado. Hará un trabajo fantástico. ¡Gracias a Rex Tillerson por su servicio! Gina Haspel [hasta ahora, subdirectora de la CIA] será la nueva directora de la CIA, y la primera mujer en alcanzar este cargo. ¡Felicidades para ella!», escribió el presidente estadounidense en el tuit que hizo pública una crisis que, según la CNN, no le fue informada previamente a Tillerson. «El secterario de Estado no sabe por qué ha sido destituido y estaba dispuesto a quedarse ante la crítica progresos en materia de seguridad nacional», señaló en un comunicado el subsecretario de Estado Steve Goldstein.
El despido, otro más en uno gabinetes más convulsos de la historia de Estados Unidos, evicencia una fractura que ya era bien conocida. Tillerson, antiguo patrón del gigante petrolero Exxon, había chocado desde las primeras semanas con el mandatario. Reflexivo y acostumbrado a acuerdos a largo plazo, su gestión se vio pulverizada por el estilo Trump. Los intempestivos tuis del presidente y su afán por asumir en todo momento el mando diplomático ahondaron esta distancia.
Esta pésima relación quedó en evidencia cuando en julio se filtró que, tras una disputa en el Despacho Oval, Tillerson, desesperado, había dicho a su equipo que Trump era un “estúpido”. Una afirmación que en las reiteradas entrevistas que se le hicieron nunca desmintió. Y que llevaron al mandatario a humillarle públicamente con el siguiente comentario: “Creo que es información falsa; pero si lo dijo, entonces supongo que tendremos que comparar nuestros coeficientes de inteligencia. Y te puedo asegurar quién va a ganar”.
El desprecio trascendía lo personal. Trump impuso su apisonadora al Departamento de Estado ahí donde pudo. Recortó un 30% su presupuesto y, en cada ocasión, mostró su desagrado con las directrices de Tillerson. Ocurrió con su apuesta por un diálogo con Corea del Norte, que en su día Trump consideró «una perdida de tiempo»; pero también con el Acuerdo de París contra el Cambio Climático, con el desplazamiento de la Embajada de EEUU a Jerusalén, con la guerra tarifaria y con el pacto nuclear con Irán, que el secretario de Estado salvó a duras penas gracias al apoyo del consejero de Seguridad Nacional, Herbert McMaster, y el secretario de Defensa, James Mattis. Una decisión de la que Trump, pese a haberla asumido por la presión interna, no dejaba de quejarse en público y en privado.
Las desavenencias eran tan notorias que habían convertido desde noviembre pasado a Tillerson en un cadáver andante. En Washington se acuñó el término Rexit (de Rex y Brexit) para referirse a su inminente marcha y se hablaba abiertamente de su sustitución por Pompeo. Su falta de carisma y el escaso respaldo que le brindó el cuerpo diplomático, para quien nunca dejó de ser un extraño, aumentaron una sensación de provisionalidad que se ha precipitado con el cara a cara que el presidente decidió mantener con el Líder Supremo norcoreano. Esta fue, según los medios estadounidenses la gota que colmó el vaso.
Trump recibió el jueves pasado en la Casa Blanca a los emisarios surcoreanos que se habían entrevistado con Kim Jong-un y le trasladaron su oferta de diálogo directo. Para sorpresa de los presentes en la reunión, Trump aceptó el reto sin consultar con nadie y además ordenó que el propio legado del Seúl fuese el encargado de anunciarlo al mundo en el mismo edificio de la Casa Blanca. Solo una vez tomada la decisión, Tillerson fue informado. El secretario de Estado se hallaba en África de viaje y el golpe, el inmenso desprecio a su consejo y a los oficios del cuerpo diplomático, le dejaron aturdido. Tanto que, según los medios estadounidenses, tuvo que cancelar todas sus actividades alegando un repentino malestar. Cinco días después, Trump ha anunciado su destitución.
Su recambio, Mike Pompeo, es un viejo conocido del presidente. Antiguo congresista republicano, a ambos les unen una ideología conservadora y unos modales francos incluso despiadados. Fiel defensor de la línea dura, Pompeo, que en su día recomendó a Tillerson, ha ido ganado peso en la Casa Blanca. Su claridad expositiva y su división del mundo en amigos y enemigos es muy apreciada por el presidente.
Esta querencia se hizo evidente hoy, cuando al anunciar la crisis de gobierno, ensalzó en un comunicado la figura de “Mike: “Como director de la CIA, Mike se ha ganado el aprecio de los miembros de ambos partidos mejorando la recogida de inteligencia, modernizando nuestras fortalezas defensivas y ofensivas, y estrechando lazos con nuestros amigos y aliados en la comunidad internacional de inteligencia. He llegado a conocer a Mike muy bien en los últimos 14 meses y estoy seguro que es la persona adecuada para esta coyuntura crítica. […]. Él continuará nuestro programa de restauración de América (…) y buscando la desnuclearización de Corea del Norte”. A Tillerson no le dedicó ni una línea.