En el cuerpo de la sociedad, las instituciones tienen que hacer una función de historia, esto es, alimentar la historia como razón de existencia. Y si Briceño Iragorry habló de función de historia entendida como la necesidad de mantener viva la memoria de los valores que sirven de vértebra al edificio social, es de todas luces conveniente hablar de esa memoria y actualizarla con propósitos de hacer moral y despertar en el individuo y su entorno una responsabilidad por la realidad y el destino presentes del país y de sus instituciones.
Lo pasado hay que presentarlo en presente como si vivieran y existieran las personas y las cosas; ellos son elementos que despiertan y mantienen la fe; ellos ayudan en espíritu, que es decir, conciencia e ideología, a levantar este proceso nacional difícil de construir, más que todo porque la realidad lleva a otros horizontes y se corresponde más bien con intereses insanos, antes de lo que dicta con propiedad la historia como madre y maestra de los pueblos. Así en la defensa de nuestra historia debemos salir y aprovechar héroes yacentes en los museos, para que haya un flujo constante de ideología desde la particularización de ese padre patriota, cuya estimativa debe enorgullecer el gentilicio y la razón de ser venezolanos.
El hombre que admira y respeta a los Padres de la Patria, jamás osará envilecerla ni practicará el despotismo. Los cuerpos vivos de los héroes tienen que aflorar en la cotidianidad de la Venezuela actual, pues nada es más apropiado a nuestro destino que la angustia de imitar la gesta biográfica que aquellos hicieron en los suelos disímiles de esta patria y este continente. Nada será un mejor homenaje que recomenzar a cumplir los postulados y la doctrina que dejaron estos padres para la vida. Si no los miramos, si no los estudiamos con mucho detenimiento y fe, habrá una gran crisis de moral y la cultura de la nacionalidad será sustituida por la iniquidad y la injusticia, y se condenará el espíritu, y desaparecerán los conceptos formativos de nuestra verdadera historia. “Los grandes muertos, –dijo Briceño Iragorry-, forman el patrimonio espiritual de los pueblos. Son el alma misma de la nación, pero no quiere decir ello que saberlos grandes sea suficiente para vivir sin esfuerzos nuestra hora actual”.
En febrero, la nación venezolana y el continente, celebran jubilosos el aniversario del natalicio de uno de los hombres más esclarecidos de América, el Gran Mariscal de Ayacucho Antonio José de Sucre, arquetipo humano que ha servido de numen en la historia, de fuerza creadora, de relieve propicio para fabricar el sentido más positivo de la nacionalidad.
Héroe portentoso, a quien apostrofó Alonso Bonilla Narr, colombiano, para decirle: “Grecia no conoció hazañas superiores a las tuyas, Antonio, con Mariño, Piar, Córdova, Bermudez, y tantos más, gigantes expertos en bravuras y privaciones, y no supo el mito de un joven dios con gestos más armados, ni espada con alma más templada, ni voluntad de océano mayor, ni roble más tranquilo dando la sangre agredida, abrió los colores por siempre”.
Todo lo abandonó Antonio José de Sucre y consiguió por eso la gloria y la perennidad. La virtud lo había seleccionado para hacer el país con la idea de la entrega al infortunio. La fe anunció su vida para grandes epopeyas, porque el magno objetivo de la historia va escogiendo a los predestinados, los hace vivir y militar para, al final, ponerlos en el camino abierto por donde el hombre grande va haciendo los días de su inconmensurable biografía. Todo lo abandonó Antonio José de Sucre por ser útil a la patria. Y fue un insaciable bebedor de tiempos como necesidad de hacer tanto en tan poco tránsito biográfico. El Dr. Rafael Caldera dice que fue demasiado joven para tanta gloria. Ciertamente “No había cumplido treinta años el cumanés Antonio José de Sucre cuando, después de decidir en la pampa gloriosa de la Quinua, la independencia de la América del Sur, recibía para su definitiva consagración en la historia el título singular de Gran Mariscal de Ayacucho. Nacido el 3 de febrero de 1795, miembro de una familia que ofrendó heroísmo y martirios caudalosos a la empresa de nuestra gesta magna, entró a la guerra en plena adolescencia y toda su luminosa marcha, tronchada por el plomo asesino cuando apenas tenía 35 años, fue marcada por la nobleza, por la rectitud de los procedimientos, por la capacidad de su integridad, por la diafanidad de sus principios, por su férrea integridad moral”.
Nada perdió Sucre en esa pasión de patria que fue su vida. Porque cuando se es útil, la historia misma va otorgando los valores sustantivos al individuo, y lo va convirtiendo en un ser mostrado para la limitación, y la reflexión más aleccionadora por parte de las generaciones del devenir.
Pero, el abandono que se hace para abrir una vida de testimonios y de obras, trae consigo la consagración, como ha consagrado el tiempo al Gran Mariscal. La existencia de Sucre, si se ve en la grandiosidad de su obra y de su tragedia, es también un “tratado de agonística” y un orden moral que producen un magisterio eterno en la vida venezolana.
Cuando el General Antonio José de Sucre, el 9 de diciembre de 1824, gana la Batalla de Ayacucho destruyendo al imperio español en América del Sur, aún no ha cumplido 30 años. El historiador ecuatoriano, Carlos R. Tovar, en su libro El Hombre, lo retrata así: “Cejas delgadas y perfectas, los ojos castaños, expresivos y dulces, excepto en el fervor del combate en que se encienden y relampaguean; la nariz larga, combada, no fea la boca regular, los labios finos pero salientes, sin duda por la costumbre de la rasura, a que somete también la redonda barba y las tercas mejillas, sombreadas apenas por la estrecha y corta barbilla”. “Es más alto que bajo y de fino cuerpo -agrega otro historiador- el blanco rostro tostado por el sol de las campañas, ancha la frente, simétrica la cabeza, y el pelo negro y ensortijado”.
Sobre su constitución psicológica, dice El Libertador: “Es la cabeza mejor organizada de Colombia, es metódico y capaz de las más altas concepciones; es el Mejor General de la República y su primer hombre de Estado; sus principios son excelentes y fijos, su moralidad ejemplar y tiene el alma grande y fuerte…” La historia ha legitimado esta retrato afectivo de Sucre que lo identifica como uno de los hombres grandes del continente, no sólo por lo que hizo en vida cuando estuvo presente en los hechos más significativos de la gesta emancipadora, sino porque su lenguaje quedó vigente en la eternidad de la formación del mundo con ideas que gravitan hoy con más fuerza que ayer en el destino de los pueblos universales.
Como guerrero y como estadista, Sucre es conmovedor ejemplo de amor a la libertad, de respeto a la ley y de desprendimiento político. Pendiente de sus responsabilidades, trabaja sin reposo y a cualquier hora se le encuentra listo a cumplir con sus deberes de soldado. Cada paso suyo es seguro, medido, irreprochable en el acatamiento de las instrucciones que recibe del Libertador. Nadie puede acusarlo del más mínimo acto de deslealtad a la patria, ni siquiera de intentar burlar las leyes, ni de disponer a su favor un centavo del Estado. Es absolutamente diáfano, tanto en su vida pública como en su vida privada.
Hoy es un ciudadano de la contemporaneidad como lo fue ayer de la primera patria. Dueño de un gran destino, y el corazón continental se agita para celebrarlo y retrotraerlo al conocimiento de este tiempo que le solicita seguir sembrando los amaneceres de la virtud y la bondad útil… ”Desde tan lejos Mariscal tu voz como una misa solemne, silente misa sorda y voces roncas de tambores de sal en la sangre aborigen de Cumaná”. Voces de hijos correteando en la inmensidad de la casa natal, se escuchan cerca de una hermana mártir. Hoy cada día en los que se replantean también las ideas de la libertad, las luchas de Sucre vuelan por la historia, vienen cargadas de música, con una larga sinfonía de trompetas iracundas, desde las profundidades del mar, desde las alturas de las montañas, la voz del héroe flotando, su voz de tierra calurosa y abierta, de tierra llena de fe sobre la que se vocaliza su nombre por la voz de todas las hazañas.
En el ángelus aparece el nombre del General Sucre. Su nombre nace de la conciencia de todos. Se levanta con la fuerza de un resucitado. Sale del infinito con los rayos de una estrella. Como un largo sol desde el horizonte, el nombre de Mariscal en la impronta de este día. En la lasitud de una tarde cualquiera. En el alma quieta de una noche clara. En los ruidos de una mañana de trabajo. Su nombre de padre de la justicia y la piedad. Su nombre pronunciado por una voz colectiva. Su nombre que llena los espacios de esta hora insaciable. Su nombre errando en los paisajes brotando de una nube blanca o haciéndose reflejo sobre los cielos eternos, sobre los viejos y los nuevos cielos continentales.