Plausible, la iniciativa que desde algunas escuelas se viene dando para el rescate de la memoria histórica y cultural de nuestras localidades, específicamente con la colaboración de los maestros proverbiales comunitarios, que llaman el maestro pueblo, aquel desinteresado vecino, de mayor edad, estudioso o protagonista de hechos pasados o con conocimiento de nuestras tradiciones, costumbres, vocablos, expresiones, en fin, de la cotidianidad y que comparte generosamente en forma verbal, su acumulada información. Uno de ellos, fue el “Gordo” Víctor.
Lo veíamos andar con su flaca e ingeniosa figura, por las calles de La Puerta, con su infaltable sombrero; o encontrarlo en la plaza, o en algún negocio, o en una esquina, siempre con su fresca sonrisa entre vecinos, y con la atención debida para darle la respuesta que usted le requiriera sobre cualquier asunto de esta población.
El “gordo” Víctor, fue uno de los pocos que clamaban por salvar la verdad fáctica, por rescatar nuestro patrimonio tangible e intangible, por recuperar nuestras tradiciones y costumbres, que es como decir, salvar la verdad de nuestro propio destino histórico. Conocí de él y de primera mano, cómo se habían tergiversado algunos hechos, y en fin, confirmé, que esa historia local que nos han contado, ha sido inclinada en favor de quienes han visto a La Puerta y sus tierras, mas como un medio de beneficio personal, que como voluntad forjadora de pueblo. Eso lo evidencié con la autoría de la construcción del templo parroquial, él trabajó en esa obra, aun con pantalones cortos; fue testigo presencial cuando el maestro italiano Salvatore y el padre Trejo, elaboraron el primer vitral dedicado a José Gregorio Hernández, y también, con el reclamo y lucha por las campanas centenarias de San Pablo Apóstol, las que desaparecieron por arte de magos y no las han querido regresar, así se van perdiendo nuestros derechos a tañer el último paseo y tributo a nuestros difuntos, o el llamado a nuestras celebraciones litúrgicas más sencillas.
Me dio datos sobre la persecución de la dictadura contra su tío, jefe civil, Pancho Delgado y Audón Lamus, y sus historias o del crimen confuso e impune del joven Rosales. Son enseñanzas que quedan.
El gordo Víctor -como lo refirió él mismo-, en un relato de su vida, sus anécdotas, y pensamiento, que se publicó en diciembre de 2019, en el portal: lapuertaysuhistoria.blogspot.com, nació en “Las Aletas”, caserío enclavado en lo que era un inmenso cañaveral, aquí mismo en el sector El Molino de Mimbón, jurisdicción de la parroquia La Puerta, en donde vivió hasta el año 1946. Fueron sus padres: Ana Teresa Delgado y Antonio José Delgado, eran primos, aunque oriundos de sitios distintos, una de La Puerta y el otro de Jajó.
El gordo Víctor, era una de las más envidiables memorias de nuestra comarca, un extraordinario colaborador, que se había propuesto aportar a la descolonización de la historia local, al rescate de sus tradiciones, costumbres y a develar la verdad de los hechos más destacados, aquí ocurridos. Cuando conversábamos de determinado tema, y le asomábamos alguna opinión contraria a la suya, decía ¡A mí no me van a meter cuentos sobre La Puerta, porque toda mi vida la he vivido aquí! Y lo decía con tanta efusión y seguridad, que teníamos que quedarnos callados. Debo confesar, que él, me enseñó a entender y valorar más las tradiciones y el patrimonio histórico y cultural de nuestra parroquia.
Transcribo aquí, dos mínimos extractos de la entrevista que le hice en el 2019, que revelan además de lo anecdótico, simpático y costumbrista de este personaje, su claro conocimiento de lo vivido y contado.
…y vendí arepa de horno!
Desde los 8 años trabajó la agricultura, en los cañaverales de la parroquia, con un inciso, fue vendedor de pan criollo por las calles y casas de la población, en una especie de carretilla de madera, de una sola rueda, pan que elaboraba la señora Carmen Carrasquero, y además ofrecía al público una exquisitez local: las arepas de horno (que componían con dulce y queso), costaban una locha.
Me preguntó si las había comido, ante mi negativa, dijo, ¡Eran muy sabrosas! Se detuvo unos segundos y siguió el relato: «…había trigo, las familias sembraban en sus solares trigo y molían trigo, ahí donde los Burelli, que luego fue de Luis Ignacio Araujo y después éste se los vendió al mismo Burelli. Allí se molió trigo como hasta el año 1950. Era el trapiche, había un cañaveral donde hoy está el hotel Cordillera…» (Entrevista citada). El remoto grano de las culturas orientales y mesopotámicas, se había incubado en los páramos y en la vena regional, nuestras abuelas cuando les tocaba hacer las arepas, la llaman harina del norte.
Sentado en la plaza Bolívar, donde conversábamos, miró hacia su derecha, señaló hacia la calle 8 y dijo: «…por ahí, bajaba una acequia y las familias tenían que buscar su agua ahí. Desde los años 30…», se refería al agua para cocinar y beber.
Por haberlo vivido, rememora con desenvoltura sobre el tema de los alimentos de la familia, «…Por lo menos en los 50, no conocíamos la harina pan, ni el aceite; tampoco se comía carne de res. Las familias del pueblo, sus comidas eran caraota y arvejas bien aliñadas con cebolla y cilantro que no faltaba, porque había mucha siembra en los solares, nos las servían acompañadas de plátano y cambures cocidos, porque el maíz era muy costoso para comer arepa; la gente criaba sus gallinas, había huevos, pollo y criaban puercos, esos eran los alimentos básicos con que nos alimentaban a diario. El desayuno para nosotros era lo que quedaba de la tarde anterior…»; se detiene en el relato y apaciguadamente agrega: «fueron épocas de muchas limitaciones pero se comía, porque se sembraba». Esto es como un sabio consejo para los economistas que dirigen la actual situación del país» (Entrevista citada).
Víctor Delgado, murió con 80 años de edad, en medio de esta compleja y confusa pandemia planetaria de algo que llaman Coronavirus (Covid-19), en julio de 2020.
Fue un ser agraciado, la vida lo recompensó, tuvo una solidaria esposa: Crelia Terán y una honorable familia. Era un hombre feliz, porque así me lo confesó, que se sentía feliz y eso era lo que irradiaba en sus conversaciones, a pesar de su seriedad y sobriedad de su ejemplar desempeño ciudadano, lo que recordaremos y conservaremos para el futuro. Así lo conocí.