Se fue una parte de mí ser

Noel Álvarez

 

Antes de morir, mi esposa me pidió encarecidamente que cuidara de nuestros dos hijos. Acepté el recordatorio, aunque ya había decidido que me dedicaría en cuerpo y alma, a velar por esas dos hermosas partes de mi vida. De esta primera afirmación extraigo el título de este artículo. Saco esto a colación, ya que, este 16 de mayo de 2019, sucedió un hecho que, todavía no alcanzo a valorar en su justa dimensión. Con un nudo en la garganta vi partir a mi hija mayor rumbo a Europa. Mentalmente, me dije, está recorriendo, en sentido inverso, el camino por el que un día desembocaron en Venezuela, sus abuelos, con una niña en brazos: su madre. Es brutalmente doloroso presenciar cómo se desmiembra la familia, pero a la vez es entendible que sus componentes más jóvenes migren en busca de un mejor futuro. Quiero comentar este hecho desde el punto de vista estrictamente humano, abstrayéndome temporalmente del hecho político, ya que, intentar analizarlo desde esta perspectiva, me llevaría mucho tiempo y quizás resultaría un vano esfuerzo.
La sabiduría popular enseña que, los seres humanos solo alcanzamos a entender las acciones de nuestros padres, a partir de que nosotros mismos adquirimos ese importante rol. A partir de este supuesto, relataré un pasaje de mi vida. Corría el año de 1975, a la sazón contaba yo con 15 años, a punto de cumplir 16. Una noche, la cual quiero ahora olvidar, le comuniqué a mis padres que, a pesar de mi corta edad había decidido migrar a la ciudad para labrar mi porvenir. Recuerdo, como si de hoy mismo se tratara, la sombra de preocupación que cubrió el rostro de mis progenitores, sin embargo, sus reacciones fueron disimiles: a hurtadillas pude ver como las lágrimas corrieron por las mejillas de mi madre. Mi padre se centró en explicarme los inconvenientes que entrañaban esa precoz iniciativa y los peligros que acechaban a los campesinos en las grandes ciudades. Pero mi decisión estaba tomada y nada me haría cambiar de parecer. Faltando como 2 días para el viaje, estaba yo durmiendo en mi chinchorro, cuando me despertó un prolongado llanto de mi madre —¿Qué pasa mamá? — Le pregunté. — Me duele el corazón por su partida —, me respondió. Hasta ahora, nunca había podido entender lo que mi madre quiso decirme aquella noche.
Las aprensiones de mis padres parecieran ser un poco exageradas, sin embargo, no olvido el detalle de que, estos hechos ocurrieron a mitad de la década de los 70, del siglo pasado, y que, para esa época, en nuestro caserío, acabábamos de conocer lo que era la luz eléctrica; los pocos alimentos que teníamos eran cocinados con leña o en cocinillas de querosén; todavía era utópico pensar en llamadas telefónicas, ya que, lo cotidiano era el uso del telégrafo. Viajar de Trujillo a Caracas, 527 Km, requería transitar 12 horas por angostas carreteras, y como colofón, se debían atravesar las horripilantes 480 “Curvas de San Pablo”. Entonces, no era descabellado pensar que la marcha a la gran ciudad, implicaba un elevado riesgo de separación definitiva.
En todos los casos, una migración implica abandonar tu zona de confort y dar un paso al frente dentro de una franja de incertidumbre, si eso te sale bien, no solo abrirás un nuevo y provechoso camino para ti, sino que muchas personas seguirán tus pasos, fundamentalmente tus familiares. En mi caso, llegué a Caracas antes que mis dos hermanos mayores. Como único equipaje traía una vieja maleta amarrada con cabuya, y 300 bolívares en el bolsillo, ahorrados con muchos sacrificios. Una vez aquí, se hicieron realidad mis peores pesadillas: me tocó pasar el hambre hereje, debiendo dormir muchas veces en la calle. Debí saltar la barrera que representaba, los harapos que traía por vestimenta y soportar las burlas que despertaba mi forma de comunicación andina. En esta aventura capitalina he caído montones de veces, pero gracias a Dios, he logrado levantarme después de cada desplome.

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