Venezuela hoy revive la historia de Colombia y Cuba. Al igual que en el pasado de esos países, los criollos sobreviven hoy a la crisis gracias al dinero que reciben de parientes que viven en el extranjero. Aunque aliviados económicamente, los familiares coinciden en que la tristeza de la separación cobra un alto precio a sus vidas
A la edad de 15 años Nuris pisó por primera vez suelo venezolano procedente del barrio Rebolo, ubicado en la población colombiana de Barranquilla.
Los meses de sombría zozobra que se vivían en su país en el año 1957 la hicieron huir en busca de un mejor futuro. Para ese entonces, un gobierno dictatorial producto del golpe de estado de 1953, y reelecto al año siguiente por la Asamblea Nacional Constituyente (ANC), marcaba la pauta política en medio de continuos enfrentamientos con la prensa y fuertes represiones de la que no escaparon estudiantes y religiosos.
Una familia que necesitaba los servicios de una doméstica en Cumbres de Curumo, en Caracas, le abrió las puertas de su casa a Nuris, quien hizo del trabajo su mejor aliado para ayudar a sus parientes en Colombia.
“Del dinero que ganaba le enviaba una parte a su mamá, quien no tenía pareja, y a sus siete hermanos para ayudarlos con los estudios”, cuenta su hija Delia.
Los fines de semana que tenía libres Nuris vendía café y cigarros en Petare, zona donde vivía. El total de ingresos que percibió en aquel entonces alcanzó para que su progenitora comprara una casa. Sus hermanos también disfrutaron de estas remesas hasta que se independizaron.
En Venezuela, Nuris formó una familia con un paisano, quien también se vino de Cartagena, Colombia, a los 15 años, y se ganaba la vida como chofer. De esa relación, además de Delia, nació Remberto. Luego, la pareja se separó.
Pese a que la mayoría de los años que Nuris vivió en Venezuela fueron prósperos, la crisis actual que atraviesa el país no dejó de afectarla. De un tiempo para acá la comida comenzó a faltar en su hogar y el contexto diario la hizo recordar su época de adolescencia.
Hace un año, Nuris viajó a Colombia para llevar a una sobrina que estaba agobiada por la crisis económica y, aunque tenía pensado volver, decidió quedarse pues «a Venezuela no regresa más a pasar hambre», según comentó su hija.
Desde septiembre de 2017, Nuris vive en una casa que compró luego de vender la que su madre adquirió con las remesas que le enviaba desde Caracas. A finales de enero de este año, su hijo menor decidió acompañarla y partió de Venezuela. Delia, la mayor, sigue en Caracas. Aguarda con la esperanza de que la situación del país cambie.
“Los colombianos venían a servir en Venezuela, pero ahora la historia cambió y las muchachas de servicio en Colombia son venezolanas”, destaca Delia, al referir que la crisis vivida en países como Colombia y Cuba hace muchos años, se está repitiendo en Venezuela.
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Una nostalgia que castiga
Antony, quien residía en Ocumare del Tuy, estado Miranda, se fue a Ecuador en el mes de noviembre del año 2016. En Quito se gana la vida como latonero y pintor de carros, al igual que lo hacía en Venezuela. La diferencia es que ahora no se angustia como antes, ya que sus hijos tienen la alimentación garantizada en su país natal.
“He pasado momentos duros, donde me deprimo, pero tengo que hacer este esfuerzo por mi madre y mis niños de 3 y 2 años. Aspiro a volver algún día, pero cuando las cosas cambien, de lo contrario, pensaría en traerme a mi familia conmigo”, señaló el trabajador que asegura que su calidad de vida ha mejorado, aunque trabaja muy duro y la nostalgia no deja de darle latigazos.
Antony le envía a su familia el equivalente en bolívares a 60 dólares. “Aunque la escasez de comida sigue siendo un dolor de cabeza en Venezuela, ahora mis parientes pueden adquirir los rubros de la cesta básica en el mercado informal, pues el dinero les alcanza y cada día es más, dependiendo de cómo se cotice esta moneda en el mercado paralelo”, indicó.
La estadía en Quito también le ha favorecido a Antony, quien en un año aumentó ocho kilos de los catorce que perdió en cinco meses en Venezuela. “Llegué a pasar hambre, a dormir sin cenar y eso me marcó. Me desesperé muchas veces, porque no conseguía la leche para los niños. Fue una experiencia traumática, cuya magnitud solo la sabe quien la vive. Por eso decidí emigrar”, expresó.
La madre de Antony aún no se acostumbra de que no esté a su lado, pero todos los días le da gracias a Dios por darle la oportunidad a su hijo de ganarse la vida dignamente. “Es una gran ayuda para mí, para hacer mercado y comprar mis medicinas, algo que antes era una preocupación”, declaró.
Desde que llegó a Ecuador, Antony mantiene a su madre y a sus dos hijos con lo que gana en este país / Carlos Rangel
Consejo de madre
Dos de los once hijos de María también partieron de su tierra natal en busca de mejores oportunidades, pues aseguran que el sueldo con el que vivían en Venezuela no les alcanzaba ni para comer.
Uno de sus descendientes está en República Dominicana y el otro en la ciudad de Lima, Perú. Ambos se fueron hace un año. “Yo les aconsejé a mis hijos que abandonaran este país, porque no veo solución a la crítica situación que estamos viviendo. Es triste para una madre, pero prefiero eso antes de verlos morir a manos del hampa o pasando hambre”, indicó María.
Refirió que a los dos meses de cruzar la frontera, su hijo Alberto, de 28 años, consiguió trabajo en la capital peruana. En el día vende chucherías en unidades del transporte público y, en la noche, se gana la vida en una discoteca como vigilante. “Él es Técnico Superior Universitario en Aduanas y su meta era obtener la licenciatura, pero la crisis económica le impidió seguir estudiando en Venezuela”, contó la mujer.
Jorge, el otro hijo de María, de 32 años, también está empleado. Se desempeña como albañil en la ciudad de Santo Domingo. Cuando estaba en Venezuela trabajaba en una dependencia del Estado venezolano. “Ganaba un poco más de sueldo mínimo, pero eso no era suficiente para cubrir sus gastos de alimentación y los de su hija. Ahora, el dinero que envía alcanza incluso para ahorrar por si se presenta algún imprevisto y sobrevivir a este caos”, señaló.
Mensualmente, María recibe de sus dos hijos 80 dólares. Esta ayuda pasó a ser su ingreso principal. “Con este dinero acondicioné mi casa en Ocumare, instalé rejas, frisé y pinté, entre otras mejoras que no hubiese hecho con el sueldo que ganan mis otros nueve hijos aquí en Venezuela”, refirió la entrevistada, mientras señalaba a otros dos de sus descendientes que también preparan maletas.
Para enviarle este dinero en bolívares, los hijos de María acuden a “casas de transferencias” que existen en esos países. “Ellos llevan sus soles y pesos, les cobran 30% y la diferencia me la depositan en bolívares en mi cuenta en Venezuela”, explicó.
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“Nos obligan a irnos”…
Carlos se fue de Venezuela hace tres meses con el corazón arrugado. Se quedaron sus dos hijos de 6 y 3 años, su esposa, sus padres y abuelos, entre otros parientes cercanos. La esperanza de ayudar a su familia era el sueño más preciado que llevaba en su equipaje.
Con esa ilusión y con trabajo llegó a Santiago de Chile donde labora en una conocida empresa como Ingeniero en Informática. Para su esposa, Alexandra, no ha sido fácil adaptarse a la ausencia de su pareja ni criar sola a sus dos hijos, pero cada día que pasa se convence más de que fue la mejor decisión.
“Los niños preguntan por su papá todos los días, pero no están en edad de comprender la situación. Afortunadamente, a través de la tecnología, pueden conversar con él vía Skype y de alguna manera hay comunicación permanente”, narró Alexandra, quien se gana la vida como educadora.
La docente recuerda que hace cuatro meses era imposible pensar en hacer un buen mercado de carnes. Su sueldo ni el de su pareja, quien laboraba en una institución del Gobierno y en la noche era Dj, eran suficientes para cubrir los gastos familiares. “Ahora estamos más tranquilos a nivel económico, porque les brindamos a nuestros hijos una vida mejor, aunque estemos separados”, indicó.
Alexandra aspira a irse a Chile en un año. Estima que en ese tiempo su pareja esté estabilizada en ese país y juntos puedan forjar un mejor futuro. “Nunca imaginamos que nuestras vidas dieran este viraje. Siempre pensamos que los niños crecerían en su país, pero nos están obligando a irnos. Es triste decirlo, pero es la verdad”, expresó.
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“Nos vemos pronto, mamá”…
Cuando su hija le participó que se iría del país, Marina tuvo sentimientos encontrados. Pensó en tantas experiencias vividas junto a su primogénita y lo difícil que sería la vida de ahora en adelante. Sin embargo, dejó a un lado la melancolía y, como tantas madres venezolanas, le deseó suerte al cruzar la frontera.
Ya han pasado dos años desde la despedida y aunque la huella de aquel “nos vemos pronto, mamá” sigue retumbando en su mente, hoy está consciente de que fue la mejor decisión, pues, de lo contrario, sus otros dos hijos de 15 y 16 años no hubiesen continuado sus estudios de bachillerato, de no ser por el dinero que recibe desde el exterior.
Sonia, la hija de Marina, está en Argentina y aunque estabilizarse no ha sido fácil, ya tiene empleo como mesera en una pizzería y cada mes le manda 60 dólares para ayudarla con los gastos de comida y medicamentos.
“Soy profesora y mensualmente gano 1.300.000 bolívares, pero eso no me alcanza para cubrir la cesta básica y muchos menos para ropa y calzado”, indicó la educadora de 42 años, quien reside en la población de Santa Teresa del Tuy y confiesa que la remesa que recibe desde el extranjero es su tabla de salvación a nivel económico.
Aunque el dinero que perciben los entrevistados les da para alimentarse y mucho más, todos coincidieron en que el precio que pagan es muy alto. “Yo sé que mi muchacha está bien en el exterior y que su futuro allá es más prometedor que aquí, pero mi sueño es que regrese y que esté a mi lado cuando yo muera”, manifestó entre lágrimas Marina, al confesar que separarse de su hija es el proceso más duro que le ha tocado enfrentar en la vida.
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Una historia que se repite
El envío de divisas por parte de parientes residentes en el extranjero, principalmente en Estados Unidos (EEUU), constituyen el principal ingreso de las familias cubanas. Según estimaciones realizadas por expertos en la materia, el monto de las remesas recibidas en Cuba oscilan entre 2.500 y 3.000 millones de dólares anuales.
Todos los años estas cifras aumentan, a propósito del incremento de la migración cubana al país norteamericano. Un estudio del Havana Consulting Group (THCG), con sede en Miami, reveló que en el año 2016, unos 80.082 cubanos se fueron de la isla y 50.082 se radicaron en Estados Unidos.
En Colombia la situación es similar. En octubre del año 2017 las remesas enviadas al país se ubicaron en 521,7 millones de dólares, lo que representa un incremento de 28%, en comparación con el mismo periodo en 2016, de acuerdo a las cifras que maneja el Banco de la República. La mayoría de los recursos provenían de EEUU, país donde muchos colombianos se han asentado para buscar trabajo o por negocio.
La agencia Bloomberg reveló que las transferencias de trabajadores en el exterior también presentaron un repunte notable en otros países, a partir de octubre de 2016. Los números que maneja esta empresa indican que en Guatemala hubo un aumento récord de 22 % hasta febrero de 2017; en Nicaragua, 12 % y en Ecuador, 8,1 %. Los recursos son enviados desde Estados Unidos y España.