TEMPORADA
Salió de casa con el crepúsculo. Necesitaba conversar con alguien. Desde hacía días, la ausencia de su hijo le multiplicaba la soledad. Las casas en la aldea estaban separadas pero no distantes. Por el camino, Oswaldo sintió que le dolían las piernas. Aminoró el paso, respiró profundo y se apoyó en el bastón. Para olvidar los dolores empezó a cantar. La lluvia se adelantó a la noche. Llegó a una casa que no recordaba haber visto antes, y tocó.
Desde afuera escuchó música. No conocía a nadie, pero lo invitaron a pasar. Parecía una fiesta de disfraces. Bellas diablas, con cuernos y rabos de utilería, bailaban y reían. Diablos de vivos colores tocaban instrumentos y cantaban. Al ver al recién llegado detuvieron la música.
– Maestro, ¿qué hace a estas horas por acá?, preguntó alguien.
– Mi vida es un infierno.
– Bienvenido a casa.
Le dieron un trago para tranquilizarlo, luego la música, las luces, las serpentinas, los licores y el humo del tabaco sustituyeron la noche. Oswaldo bebió, cantó y se olvidó del mundo. Cuando sintió que el cansancio lo vencía se recostó en una banca de madera y se quedó dormido.
Al otro día, Oswaldo despertó con sed y frío. El ambiente estaba silencioso. Se incorporó de la banca y se puso a revisar el lugar. No había nadie. La casa estaba desierta, no tenía ni puertas ni ventanas. No había sillas ni mesas ni instrumentos musicales ni botellas vacías. Solo la banca donde había dormido. La casa parecía deshabitada desde hacía mucho tiempo. Entonces gritó. Preguntó dónde estaba la gente. Aturdido salió al camino. El sol empezaba a calentar la mañana. Una ráfaga de viento trajo el victorioso aroma de café recién colado.
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