De entrada, lo ubico en lejanía en la década de los 60. En el taller tipográfico de don Pedro Malavé Coll, el mejor equipado de Valera. Casi todas las tardes nos reuníamos allí con el entusiasta don Pedro, el cirujano e historiador Pedro Emilio Carrillo, el odontólogo Jacob Sénior, el padre Juan de Dios Andrade, ilustrado periodista, y yo, para largos y amenos conversatorios en torno del aromoso café que con impecable cortesía nos ofrecía doña Albertina Quevedo, esposa de Malavé. Entonces, algunas veces, al salir de la escuela, con velocidad de ventarrón, entraba y entre nosotros pasaba Pedrito, el hijo de Pedro José Bracamonte, el Gordo, el tipógrafo jefe del taller, muy joven pero ya un maestro intuitivo del diseño gráfico.
El niño apartaba el bolso de sus libros y se daba a jugar con los recortes de papel o cartulina o al lado de su padre observaba atento el acompasado movimiento de las Chandler, el acomodo de los chibaletes, la extensión de las tintas o el goteo de letras en plomo que botaba el linotipo. Pienso ahora, recordando aquello, que en la memoria y el talento de Pedrito fue una impresión indeleble, el germen que en su adolescencia brotó en una creciente necesidad de leer y escribir y diseñar y comunicarse, que en su madurez cuajó en la investigación de la historia menuda de su ciudad, de Valera, que con muy buen manejo del lenguaje consagró en crónicas de muy sabrosas lecturas.
En esa adolescencia lo reencontré en afanes de teatro. Con sus amigos etarios Francisco Crespo Quintero y José Hernández organizó el grupo Guasábara, nombre que no sé si aludía la rebeldía del aborigen o la urticante pelusilla de las tunas. No recuerdo qué le dije. Sé que no lo desanimé. Ellos siguieron su camino, tremolando sus encendidas inconformes banderolas, y yo el mío, entonces bastante ocupado por mis compromisos profesionales.
Varios años después nos acercamos nuevamente en el taller de su padre, de quien era su contrafuerte al sufrir este severas complicaciones de la diabetes que lo llevó a la tumba. Me preguntó por un libro que, por confidencia de Aura Salas Pisani, la Palas Atenea de Valera, estaba yo escribiendo. Con la misma generosidad de su padre me propuso publicarlo. Le di los textos. Él le pidió el financiamiento a su amigo de infancia Luis Ernesto González, entonces gobernador de Trujillo, y las ilustraciones a los extraordinarios fotógrafos Germán González, Pedro Torres y Juan Aguilar, y se reservó la diagramación, en la que mostró el talento heredado de su padre, de quien también heredó su facilidad para sonreír. El libro, de lujo, tapa dura, papel glasé, multicolor y sobrecubierta salió en 1997 con el título Trujillo, tierra casi nube.
Pedro Bracamonte Osuna, de quién estoy escribiendo, anduvo siempre desvelado por algún sueño, y la figura central de esas iluminaciones casi siempre era su ciudad natal, Valera, y de ella la catedral (sí, la catedral, la iglesia de San Juan Bautista, de la que nos hicimos la promesa de no llamarla de otro modo). A esa esbelta construcción de estilo gótico, reliquia de la urbe por ser su piedra matriz, fundacional, cada vez que la miraba le encontraba un detalle que lo obsesionaba; lo fijaba fotográficamente y en su laboratorio insomne lo trabajaba minuciosamente para dejar en diseños una distinta imagen del templo para él inagotable.
Un día, con Pedro Hernández, gran hacedor de amigos, se fue al cementerio muerto de la ciudad a buscar algún vestigio de los personajes que se ganaron el respeto histórico por haberla servido con ejemplar responsabilidad ciudadana. Entre tumbas promiscuas, arrejuntadas de cualquier manera, profanadas, con cruces crucificadas y nombres borrados por el abandono o manos impías, en la maleza que devoraba el cemento y el mármol hallaron tirado el busto de Juan Ignacio Montilla, cuyo nombre lleva uno de los municipios de la ciudad; lo recogieron y lo colocaron en uno de los pedestales vacíos del Parque de los Ilustres.
Eso fue en el año 2017. Ya se hablaba de la cercanía de la fecha bicentenaria de Valera. En una de las interminables y vejatorias colas del Banco de Venezuela le pregunté al concejal Jesús Leal qué se estaba programando en la cámara edilicia para la magna efemérides. Don Jesús, hombre sincero, mi amigo desde que era eficiente empleado menor de la sucursal del Banco de Maracaibo que gerenciaba Nancy Rosales, me respondió que del bicentenario no se había hablado nada allí. Estuve a punto de preguntarle de qué se hablaba en el irrelevante cuerpo municipal, pero como la pregunta podía parecer irrespetuosa e inútil, me mordí la lengua.
Y así fue. El bicentenario de Valera no le interesó a ninguno de los que en la administración de la ciudad tenían la obligación oficial y el deber moral de convocar ampliamente a toda la ciudadanía, como había ocurrido cincuenta años antes en la fecha del sesquicentenario, para ofrecerle a la urbe algo significativo, material y emocional, registrable con puntualizaciones perdurables en su historia de vida que es de alguna manera la historia de la participación social de todos y cada uno de sus hijos nativos y adoptivos. La sociedad civil se encargó de suplir la desidia oficial. Y de quienes de esa sociedad aportaron ideas y acciones para dignificar la fecha irrepetible, estuvo activísimo y vehemente Pedro Bracamonte Osuna.
Y por último, en el rescate documental del Ateneo de Valera, secuestrado por el abuso delictivo de un alcalde innombrable, la participación de Pedro, con los restantes miembros de la junta directiva de la institución, y de otros ateneístas y amigos de la cultura y enemigos de la barbarie, fue decisiva. El abuso no ha sido resuelto totalmente: ahora en la sede legítima de esa institución centenaria lo que se oye son secas órdenes y pisadas de botas militares, pero no estarán allí para siempre, temprano o tarde tendrán que irse.
Pedro, con otros intelectuales y trabajadores culturales, con la desafiante consigna de voces de la ciudad, formó un grupo de promoción de los valores y potencialidades de Valera, que por más de dos años fueron mostrados en diferentes lugares institucionales o educativos, entre ellos los ambientes de la Universidad Valle del Momboy, que por mezquinos intereses personales empezaba a asomar el deterioro lamentable que hoy niega la promesa que fue. Y no solamente eso, Pedro desarrolló en escuelas y liceos unas conferencias ilustrativas sobre lo más representativo de la ciudad. Desde luego tocó llagas muy sensibles de la administración oficial, lo que le costó el nombramiento de Cronista Oficial de Valera que ganó en concurso público que mañosamente fue anulado. Para nada: Pedro fue en lo que va del siglo XXI, y hasta el momento de su muerte lamentable, el amoroso cronista de Valera, y como tal deja una sólida obra que lo acredita. El grupo, que con el nombre de Voces de Valera no permitió que el bicentenario pasara por debajo de la mesa, fue conducido por él.
Pedro Bracamonte Osuna cumplió con su ciudad, la Valera que para ser soñada por él no lo dejaba dormir; soñador insomne. Pasará a la historia de ella como hijo de mérito. Deja obra elevada y perdurable. Le quedó pendiente el cuarto número de la revista del Ateneo, Cosmos, un canto a la mujer trujillana, que está lista en la memoria de su computadora.