El primer burrito que yo monté en mi infancia fue por los lados de la calle 14, de eso hace 60 años, fue gracias a Pedro “Culebro”, quien vendía querosene a mi mamá Josefa, y otras familias en una pequeña carreta donde estaba ubicada la enorme pipa arrastrada por un incansable asno.
Pedro, como buen comerciante, sólo le daba “colitas» en el burro a los hijos de los clientes que le compraban el combustible para prender cocinas a fuego lento. Cuando llegaba otro muchacho a querer hacer fiesta con el humilde animalito, Pedrito lo sacudía con su frase legendaria: “Amiguito, váyase a tomar el agua donde se comió el pescado, y dígale a su papá que le compre un burro”.
Conocí a la Valera de monte y culebra
Antes de marcharse de este mundo de los vivos, tuve el privilegio de hacerle una hermosa crónica a Pedro Aguilar: “Nací en el seno de una humilde familia en los páramos de San Lázaro… A los 15 años me cansé de ordeñar vacas, arar la tierra de sol a sol y darle de comer a los bueyes. Un día dije: “Me voy pa´ Valera. Me encantó tanto el terruño que aquí me quedé para siempre. Esta ciudad es única, acogedora”.
-En 1944, lo que encontré en Valera fue monte y cují, las culebras se paseaban por la plaza Bolívar como “Pedro por su casa”. Las calles del centro eran de piedra, lo demás era tierra y más tierra. El clima era más que sabroso, la gente servicial y generosa.
Lo que hoy llaman “7 colinas” eran montañas de verde vegetación, había mucha cacería. Las familias acudían en busca de leña para cocinar, otros, escudriñaban buen madero para construir sus casas.
Palabra de gallero…
En aquellos tiempos, destaca “Pedro Culebro”, el valerano era muy legal en todo, nadie firmaba nada, si había el préstamo de un dinero le decían a la persona: “En dos meses le pago al brinco y la santa palabra se cumplía” … Un valerano podía amanecer con una gran mona (borrachera) en cualquier calle, y nadie le registraba los bolsillos en busca de dinero… Hasta los curas eran buena gente, el padre Contreras, todos los días le obsequiaba a los niños más pobres un delicioso almuerzo.
En la Calle Vargas estaban las mejores prostitutas
Pedro tuvo el santo privilegio de conocer la conocida Calle Vargas ubicada a lo largo de la Av. 3. Era el encargado de abastecer de kerosene a las damas de la vida alegre que allí residían… «En el lugar trabajaban las prostitutas más bellas de aquella Venezuela pujante y progresista. Había mujeres que parecían sacadas del cine, puras hermosuras provenientes de Colombia, Argentina, Brasil, hasta una francesa que no se le entendía nada, tenía sólo de clientes a comerciantes de mucho dinero”.
A conversar se ha dicho…
Recuerda Pedro Aguilar, que en aquella Valera tranquila no había llegado la televisión, las aceras de la ciudad después de las 6 de la tarde se llenaban de sillas, los valeranos gozaban a lo grande conversando de los acontecimientos del día. Siempre había un motivo para la sana conversa que terminaba con un cafecito cerrero y el santo rosario en familia.
A sacarse el diablo
De la Valera de hace 70 años, este inolvidable personaje, dijo: “Los domingos la iglesia San Juan Bautista se llenaba. El cura se tiraba unos sermones tan largos que muchos feligreses se quedaban dormidos en las bancas, el sacristán tenía que acercarse y manifestarle: Epa, amigo, despierte, ya la misa terminó”-
-El valerano que no iba a la iglesia a sacarse el diablo, se dirigía a jugar gallos en la Av. 3, donde hoy está el hotel Imperio, otros, arrancaban para el bolo a jugar ajiley, huequito. La muchachada se divertía a su manera recreándose con el “ladrón y policía”, “el fusilado”, “las cuarenta matas”, “la gallinita ciega”, “el cucambé”, “híncate cotín”.
Un hasta siempre…
Para Pedro Aguilar, el gran personaje de la Valera de siempre. En 1944, comenzó a vender kerosene en los lomos de “cagapatio”, su primer burro con el que recorrió por varios años las calles de piedra. Ricos y pobres cocinaban en cocinas de kerosene, la comida quedaba más a “pedir de boca”.
Al llegar las cocinas a gas, por poco Pedro va a la quiebra, pero “a nadie le falta Dios”, y Pedro Aguilar siguió pateando la ciudad con sus eternos amigos, los burros, que a lo largo de 70 años lo acompañaron en ese trajinar diario de llevarle kerosene a las familias valeranas… «Coco” fue el último burro que lo siguió hasta el día de su muerte.