Padre Malavé Coll Sístole y diástole de la ciudad

Don Pedro Malavé fue un fiel exponente de lo social, de la amistad y del buen saber, que dejó una huella imborrable.

Su presentación fue: su carisma, su bonhomía y su pasión mecánica absorbiendo su sensibilidad, sus inquietudes, su amor por la literatura; mutilando y decapitando una vocación creativa. Hoy 31 de enero se conmemoran 44 años de su partida. Una ausencia que aún se extraña

Una existencia poética en la infancia: mares, aves, peces, navíos y las constelaciones navegando sobre los cielos nocturnos y las playas de la isla, conforma los fuegos fatuos que durante seis décadas iluminarán la vida y la obra de Pedro Malavé Coll.

Nació hace 94 años en Pampatar, el 15 de enero de 1914, en un hogar donde se respiraba el aire rudo de los pescadores y la sonrisa abierta de los marineros; el niño recibe como bautismo la alegría en su rostro tropical y el júbilo comunicativo del mar.

Por esas cortas evocaciones que solía escapársele al borde de las tardes crepusculares, uno de sus más rudos golpes, flecha terrible en su corazón de infante, lo recibió un día lluvioso de noviembre del año 1922 cuando lo llevaron al lecho de su madre, Doña Martina Coll Totesaut de Malavé, para que le diera el beso final de despedida. Y aquellos ojos verdes inocentes que horas antes miraban en el puerto las acrobacias de gaviotas, tomaron con el viento la permanente heredad de la tristeza.

Un verano después, la alegría jugosa retoma hacia lo que era un ámbito gris de orfandad al casarse su padre Don Antonio Malavé con Aída Salazar Subero, quien, con su ternura y su bondad, le desterrara al pequeño la soledad, conduciéndolo al bosque de los juegos, la rayuela en las arenas y las cometas desafiantes en los colores de las aguas marinas.

Su néctar y jardín

Luego de su travesía desde Cumaná a Maracaibo en el año 1937, llega a Valera, donde funda en 1941 la seccional de Acción Democrática. Como fragante rosa de los vientos, la urbe de las Siete Colinas, planicie de sol y de exiguas flores y verdores, le atrapa, le magnetiza, le cautiva como una generosa madre que le abre su regazo al hijo adoptivo. Aquí Pedro Malavé tiende sus redes carismáticas y crece como el cereal, como el pan de la comunión humana en el círculo de sus amigos. Ya el oriente de los hombres, su vasto mar se ha aposentado en una meseta saludada por las banderas flameantes de la cordillera andina. Ya la espuma de sus mares es sólo un deleite nostálgico para su corazón en la bienvenida que le había dado aquella pequeña pero hermosa ciudad. Pedro Malavé había concluido su ciclo migratorio, fijando sus raíces en una tierra afable.

Pero no obstante en su espíritu se mece la angustia del náufrago del amor.

Y sólo habrá paz y felicidad cuando encuentra su reino de ternura, su néctar y jardín en el rostro de Albertina Quevedo con quien contrae nupcias el día 3 de abril de 1948.

Luz de fraternidad

Aquí en ese bello hogar, la luz de la fraternidad, de las poesías, de los libros y la bonhomía, empezará a irradiar la ciudad. La modesta imprenta de Pedro Malavé es la estancia, el cenáculo, la mesa redonda, el foro para los jóvenes y voluntades anhelantes de sorber el jugo de los quehaceres intelectuales.

Allí llegaban, Adriano González León, su hermano Gonzalo, Francisco Prada, Ramón Palomares, Antonio Pérez Carmona y muchos otros, en las ceremonias iniciales de escritores, poetas y periodistas. Y el desfile era largo en este orden, múltiple en anécdotas, hermoso en ese permanente coloquio y entre el mecenas, el maestro y sus discípulos.

Un romántico, un soñador

En 1968, es decir 50 años, Día del Periodista en el Concejo Municipal donde fue orador. Celebra junto a: María del Valle, Jacob Sénior, Rafa Espinoza, padre Andrade, A. Coronil, Iberio Maldonado, Guillermo Montilla, Julio Urdaneta y muchos más pertenecientes a su cofradía de la AVP.

Fue un romántico, un soñador, un extemporáneo, alguien aprisionado a la flor, y al perfume, al azul y a los cielos, un irredento ante las nuevas concepciones artísticas. Sus sonetos, sus cuentos, sus versos, así lo confirman. Pero fue al mismo tiempo un bello poeta de la amistad, de la ternura y de la generosidad, así han dado fe quienes lo conocieron de cerca.

Pedro Malavé Coll fue como una especie de sístole y diástole de la ciudad de Valera. Como editor, periodista, consejero intelectual, directivo ateneísta, se daba el flujo y el reflujo del mar sobre él.

Y justa razón tuvo Adriano González León, cuando sangrante en la tristeza exclamó: «¡Yo no sé por qué demonios la gente se tiene que morir!».

EL DATO

Pedro Malavé Coll falleció un 31 de enero de 1974 luego de haber sido intervenido quirúrgicamente en la ciudad de Caracas. Son 44 años de aquel mal día para Valera, se había marchado un gran hombre, un ser extraordinario.

 

Junto a dos de sus entrañables amigos, Raúl Díaz Castañeda y Pedro Bracamonte. 


Aquel diciembre de 1973

 Si alguien en esta ciudad conoce de cerca la vida y obra de Pedro Malavé Coll, es sin duda el Dr. Raúl Díaz Castañeda, poeta, periodista, hombre de sutil escritura y sobre todo gran amigo de Don Pedro. Pues bien, Díaz Castañeda nos relata un recuerdo de su última gran conversación de Malavé Coll. Una fecha de mucha significación y sentimiento para el poeta.

La última vez que hablé largamente con Pedro Malavé Coll, fue en diciembre de 1973, cuando ya no tenía yo dudas sobre la naturaleza del mal que le quitaría la vida.

Estábamos en la azotea de su casa. La noche, desnuda, mostraba la espléndida belleza de los astros a plenitud. Esa visión del cosmos, en el casi absoluto silencio humano de la hora, me arrancó una pregunta que para mí no tenía respuesta: «¿Que habrá más allá de todo eso?

Porque ahí, en la azotea, en la medianoche, estábamos él y yo en un punto de esa inmensidad sin límites, inabarcable hasta para la imaginación, rodeados por los puntos brillantes de millones de soles, de constelaciones y galaxias. Llenos de dudas ambos, pero las mías sin el recurso de la fe, sumergidas en la orfandad de la descreencia, en la difícil atmósfera de quien sin Dios y sin él mismo, pierde también el mundo, el sentido de la trascendencia, y aún sin quererlo se hace inmediato, existencial, psicologista irreverente y desasosegado.

«¿Qué habrá más allá de todo eso?». Yo no esperaba respuesta, pero Malavé, como otras veces asumió el riesgo. Respondió: «Está Dios». Una afirmación sencilla y lineal.

Pude preguntar nuevamente: «¿Qué Dios?». No me atreví. No aquella noche, cuando ya no tenía yo dudas sobre la naturaleza del mal que le quitaría la vida. Cuestionar la seguridad de aquella respuesta, en la que quise adivinar un refugio contemporizador, me pareció injusto. Pero mientras hablábamos de otras cosas (las distancias interestelares, la música que Pitágoras concebía para los astros, los pulsos del universo, que reducido en tiempo y espacio es como una materia viva) traté de imaginar el Dios del que él hablaba: ¿La nada infinita? ¿El alfa y omega? ¿La unidad plural?’ ¿El orden cósmico? ¿La energía?

Malavé y yo, muchas veces, leímos juntos pasajes de la Biblia, libro que él me dio a conocer. No logró convencerme que en los abigarrados versículos palpitaba, vivo y absoluto, el espíritu divino, que aquellas eran palabras de Dios como ente. En los textos sagrados yo solamente encontraba un desesperado afán humano de justificarse ontológicamente, expresado en los versos antiguos épicamente, y cargado de misticismo en los nuevos. Me atrevía a decirle: «Dios era poeta». Y él aceptó, sonriendo, y creo que complacido, la proposición. «Es un juego de palabras -dijo-, pero no una metáfora».

Una religiosidad sin iglesia

He regresado a esa conversación con pasos de Juan Liscano, el poeta, quien confiesa que después de muchas experiencias llegó a una religiosidad sin iglesia.

Creo que Pedro Malavé Coll había llegado también a eso. Y ahora yo también siento esa proximidad. Quien ha muerto no es Dios, sino su representación histórica. Y sus iglesias agonizan precisamente por eso, porque fueron edificadas sobre esas representaciones. Porque no se trata de captar a Dios como ente, en un plano ontológico, sino de experimentarlo como intimidad, como trascendencia, como inmanencia, como misterio interior. De expresarlo no como concreción del poder sin fronteras de la razón, sino como límite de esta.

Al recordar hoy a Pedro Malavé Coll, a 44 años de su muerte, me parece que estoy más cerca de él que en aquellos días.

Raúl Díaz Castañeda

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