La llamada «ley áurea», presente en todas las religiones y caminos espirituales, dice: «ama al prójimo como a ti mismo», o dicho de otra manera: “no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”.
El cristianismo incorpora esa ética mínima, y así se inscribe dentro de esta tradición ancestral. Sin embargo, borra todos los límites del amor para que sea realmente universal e incondicional. Afirma: “amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, pues Él hace nacer el sol para buenos y malos, y llover sobre justos e injustos. Si amáis a quienes os ama, ¿qué mérito tenéis? ¿No hacen también eso los cobradores de impuestos? Si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hay de extraordinario en eso? ¿No hacen eso también los paganos? (Mt 5,44-47).
Es muy instructiva la versión que san Lucas da en su evangelio: “Amad a vuestros enemigos. Así seréis hijos e hijas del Altísimo que es bondadoso con los ingratos y malos; sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (6,35-36).
Esta afirmación es profundamente consoladora. ¿Quién no se siente a veces “ingrato y malo”? Entonces nos confortan estas alentadoras palabras: el Padre es bondadoso, a pesar de nuestras maldades. Y así aliviamos el fardo de nuestra conciencia que nos persigue por dondequiera que vamos. Aquí resuenan las consoladoras palabras de la primera epístola de San Juan: “si nuestro corazón nos acusa, sabe que Dios es mayor que tu corazón” (1Jn 3,20). Estas palabras deberían ser susurradas al oído de todo moribundo con fe.
Tanta comprensión divina nos remite a las palabras de uno de los más alentadores salmos de la Biblia, el salmo 103: “El Señor es rico en misericordia. No está siempre acusando ni guarda rencor para siempre. Cuanto se elevan los cielos sobre la tierra, tanto prevalece su misericordia. Como un padre siente compasión por sus hijos e hijas, así el Señor se compadece de los que lo aman, porque conoce nuestra naturaleza y sabe que somos polvo (9-14).
Una de las características del Dios bíblico es su misericordia, porque sabe que somos frágiles y fugaces “como las flores del campo; basta un soplo de viento y dejamos de existir” (103,15). Así y todo, nunca deja de amarnos como hijas e hijos queridos y de compadecerse de nuestras debilidades morales.
Una de las cualidades fundamentales de la imagen de Dios que el Maestro nos comunicó fue exactamente su misericordia ilimitada. Para él no basta ser bueno. Hay que ser misericordioso. La parábola del hijo pródigo lo ilustra con rara ternura humana. El hijo se marchó de casa, malbarató toda su herencia con una vida disoluta y, de repente, añorando el hogar, resolvió volver. El padre estuvo largo tiempo esperando que volviese mirando hacia última vuelta del camino, para ver si aparecía por allí. Y he aquí que un día, “de lejos”, como dice el texto, “el padre vio a su hijo y, se conmovió, corrió a su encuentro y le abrazó llenándole de besos” (15,20). Es el supremo amor que se hace misericordia. No le reprocha nada. Basta con que haya vuelto a la casa paterna. Y, lleno de alegría, le preparó una gran fiesta.
Ese padre misericordioso representa al Padre celestial que ama a los ingratos y malos. Acogió con infinita misericordia al hijo que se había perdido en la vida. El único hijo que es criticado es el hijo bueno. Sirvió al padre en todo, trabajó, observó todos los mandamientos. Era bueno, muy bueno, mas para Jesús no bastaba ser bueno. Tenía que ser misericordioso. Y no lo fue. Por eso es el único que recibe una reprimenda, por no comprender al hermano que regresaba.
Pero es importante destacar un punto que muestra lo singular del mensaje del Nazareno, que quiere ir más allá del simple amar al prójimo como nos amamos a nosotros mismos. ¿Quién es el prójimo para Jesús? No es mi amigo, ni el que está cerca de mí, a mi lado. Prójimo para Jesús es todo aquel a quien yo me aproximo. Poco importa su origen o su condición moral. Basta que sea un ser humano.
La parábola del buen samaritano es emblemática (Lc 10,30-37). A la vera del camino yace un infeliz, medio muerto, víctima de un asalto. Pasa un sacerdote, tal vez va atrasado para su servicio en el templo; pasa también un levita, apresurado en la preparación del altar. Ambos lo vieron y “pasaron de largo”. Pasa un samaritano, un hereje para los judíos; “se preocupa de él y tiene compasión de él”, le cura las heridas, lo lleva a la posada y deja todo pagado antes de marchar, más lo que pueda necesitar. “¿Quién de los tres fue el prójimo?”, pregunta el Maestro. El hereje que se acercó a la víctima de los asaltantes. El amor no discrimina, cada ser humano es digno de amor y de misericordia. Seguramente el sacerdote y el levita eran gente buena, pero les faltaba lo principal: la compasión, el corazón que se conmueve delante del dolor del otro.
Resumiendo, cuando Jesús manda amar al prójimo, significa amar a ese desconocido y discriminado; implica amar a los invisibles, a los ceros sociales, a aquellos a quien nadie mira y pasan de largo, amar a aquellos que, en el momento supremo de la historia, cuando todo sea sacado a la luz, él los llamará “mis hermanos más pequeños”. “Cuando amaste a uno de ésos, fue a mí a quien lo hiciste” (Mt 25,40). El amor que todas las tradiciones predican y practican, tiene un “más”. Va al encuentro del otro más otro, y se queda con él. San Francisco de Asís lo entendió bien y lo expresa en su famosa oración por la paz: “que yo consuele más que ser consolado, que yo comprenda más que ser comprendido, y que yo ame, más que ser amado. En ese “más” se encuentra la originalidad del amor de Jesús, de los cristianos que van en su seguimiento.
La Covid-19 está mostrando, especialmente en las periferias, junto a los criticados miembros del Movimiento de los Sin Tierra y de los Sin Techo y de otros, que el mensaje de amor misericordioso vivido por el Hijo del Hombre no se ha apagado, que está vivo y encendido todavía.