Por: Blanca Reixach
Hablar de las cartas de mi infancia y mi pueblo de Don Mario Briceño Iragorry es recorrer los caminos del viento sin saber volar, recreando mis ojos entre ecos dormidos y la complicidad cónsona de la vida con su sonrisa aventurera moviendo el Universo. El pequeño Mario podía asomar sus ojos a la vida y en su caminar, sentir sus pasos con ternura infinita las horas calladas del encantamiento a la luz de la luna, viajando por las estrellas acompañado de su padre, entre látigos de míticas noches y espadas colgadas de memorias.
Don Mario Briceño Iragorry era el mayor de cinco hermanos. Como su madre hizo de padre, fue muy estricta en la formación de sus hijos, sin que la rudeza llegase a mermar la infinita ternura que albergaba su corazón. Les enseñó a ser llanos y a buscar en la conducta el mejor título ante las amistades.
El paso de Don Mario por la escuela de las primeras letras del viejo Don Eugenio Salas Ochoa, comenzó cuando tenía cinco años. Él y sus compañeros aprendieron que «nada valen los méritos ante el poder de las influencias y el peso de la sangre.» Por ser condiscípulos nuestros los hijos de las autoridades locales, supimos que para aquellos, el gobierno tenía premios así fuesen los últimos de la clase. Aparte de esto – continúa Don Mario – tuve en la vieja escuela de Trujillo una fecunda lección. No había en la ciudad enseñanza privada y la escuela estaba abierta a las diferentes clases sociales. Aquella era en verdad, escuela de democracia.
En esa época, para los niños el año comenzaba con el mes de Diciembre. El día 20 llegaban las cargas de musgo y estoraque , las plantas de helechos y las aromáticas pascuitas con que eran elaborados los pesebres. Las fiestas comenzaban el 24 por la tarde. De una casa en particular salían las imágenes acompañadas de villancicos y cohetes, haciendo el recorrido hasta llegar a la Iglesia. Por la noche era típica la fiesta del enano de la Kalenda. Luego, satisfechos los muchachos con la alegría del baile, el ruido festivo y los triquitraques, esperábamos con impaciencia la llegada del Niño Dios, para después de los rezos y los villancicos, saborear una deliciosa hallaca, los buñuelos de yuca y el dulce de manjar blanco, típicos en la cena navideña de Trujillo.
Es de hacer notar como la ingenuidad, la bondad y el agradecimiento eran reinantes en aquel momento, donde el mágico canto de las calles trujillanas se mezclaba con la fe y los sueños de un pueblo que amaba sus costumbres y a su hermoso terruño.
Al día siguiente 25, día de la Navidad, era destinado a las visitas de los pesebres más bellos y elaborados de la ciudad. Si alegres eran la Nochebuena y los siguientes días, el Año Nuevo no llegaba a tanto regocijo, pues era mucho más esperado la llegada del 6 de Enero día de Reyes, ya que amanecían los zapatos colmados de regalos.
Pasados los Reyes, venían las fiestas del Niño Perdido. Alas ventanas se asomaban las damas mientras la procesión de pastores se detenía para cantar los villancicos. Cuando llegábamos a la casa donde estaba el Niño, se celebraba con cantos, refrescos y bailes.
Grave y monótono era el golpe de las viejas campanas coloniales; desentonó al oído de señora forastera, influyente en la política y vino la sustitución por modernos bronces fundidos en Puerto Cabello. Hay que destacar que el templo fue despojado de una hermosa talla del Siglo XVI español, por una figura de pasta iluminada.
Llegando la onda del progreso, se creyó de mejor gusto uniformar el piso para sustituir las lápidas fúnebres y la primitiva piedra labrada, por pulidas baldosas de mármol. Algunas de las lápidas viejas, fueron hacinadas en el interior de las capillas y otras echadas afuera como cosa inútil.
En nuestro viejo hogar – escribía Don Mario- el fuego era permanente, apenas se apagaba el Viernes Santo para sacarlo de nuevo el Sábado de Gloria.
La memoria de los viejos cimientos, donde se cocinaba con leña o con carbón, está vinculado a una Venezuela que se fue.
La antigua cultura que arrancaba del iluminado Prometeo, ha sido sustituida por una cultura enraizada en el petróleo. Una cultura sin espíritu. Es como si el tiempo se le hubiese detenido a Don Mario con sus bellos recuerdos, abandonados en el viejo pergamino de sus sueños secretos.
Enclaustrado dentro del muro de colinas y sierras que rodean el Valle de los Mucas, sus ojos reclamaban amplitud y conocimiento de nuevos horizontes.
Alguna vez había ido con su padre y sus hermanos al cerdito Musabá, donde estaba clavada una de las cuatro cruces que protegían a la población, desde allí el horizonte se le había dilatado un poco más, seguramente mudando sus pensamientos convertidos en retazos, aguardando la noche para encender las estrellas.
Dice Don Mario en su Segunda Carta: «Yo andaba por los ocho años cuando mis padres decidieron trasladar por salud a la familia, al vecino pueblo de San Jacinto. Claro que yo había hecho ya el recorrido de la vía, pero esta vez iba a hacerla con el propósito de ser habitante de otro pueblo.»
Su padre le había enseñado a viajar por el mundo de las estrellas, cuando el firmamento generoso les brindaba el silencio condensado de la belleza inmensurable del maravilloso cielo.
Jamás olvidaré – dice Don Mario – la impresión que me causaron los extensos cañaverales florecido que se abrían a la salida del pueblo, por el camino del Río Arriba. Del otro lado recuerdo las modestas casas que jamás se han desdibujado de mi memoria. En una de ellas estaba Ña Nicolasa Peña, que cocía fragantes acemitas y las sabrosas roscas de su escasa industria, teniendo como única compañía el viejo perro Fierabrás.
También está en el recuerdo de Don Mario Ño Ricardo Carrillo, quién vivía en el sombrío campanario del pueblo, cuyas ruinas aún se mantenían al lado de la nueva Iglesia.
Su oficio era tejer esteras de plátano y espuertas de bejuco. Dormía sobre un duro jergón y de vez en cuando el silencio de la torre era quebrantado por el vuelo de pesados murciélagos.
Un día lunes al llegar Don Mario a la escuelita, el maestro lo injurió haciéndole responsable de un hecho que no cometió. Le condenó sin oírlo a estar una hora de rodillas a la puerta de la escuela, con una piedra en cada mano. Muy confuso el niño obedeció, pero luego reaccionó arrojando sobre el maestro ambas piedras. Inmediatamente corrió hacia su casa para contarle a su madre lo sucedido. Ella al escuchar su explicación comprendió la inocencia del niño. Cuando el maestro fue a reclamar por su conducta, le dijo contundentemente: » El niño no volverá a la escuela. Usted en lugar de educarlo le perjudica sus sentimientos.
Es que el amor de una madre desborda los rincones de su alma y se unge de la candidez hermosa y traslúcida al ver al hijo cada mañana con su sonrisa temprana y sus ilusiones blancas.
La infancia de Don Mario llegó a término en su espíritu cálido con la muerte de dos tíos, un primo asesinado, el fallecimiento del abuelo y en especial la de su amado padre, antes de cumplir los doce años.
Al igual que Don Mario, quién estas líneas escribe, la muerte de un padre inflama el alma del hijo, quien siente la agonía incesante del reflejo inmóvil de una vida que se fue, y es la noche quien nos envuelve en su penumbra de crisol y vino y nos susurra al oído calladamente: ¿ En cuál estrella remota anidará su canto y en cuál jardín florecerá su nido?.
Con el tiempo aprendí que en la mudez de las alas silenciosas, cuanta más ausencia en la perpetuidad del tiempo, más cercanía se alberga en el corazón.
En la carta final de Don Mario hacia su amigo Manuel Briceño Ravello, dice:
«Han pasado los años y hoy luzco canas que huyen tu vigorosa e indomable cabeza. Pero si ambos concurriésemos a dar examen de lengua inglesa, no seríamos agraciados con premios. A esta altura del tiempo, seguimos siendo físicos venezolanos ( como se dice en Trujillo), que damos buen precio de afección a los resabios cantorales, donde halla sillería el edificio de la Patria.
Hoy, los vencedores de la Patria se cuentan entre la llamada «gente decente». Los que defendemos la nación hemos pasado a la categoría de » agitadores peligrosos».
Blanca Reixach