Raúl Díaz Castañeda
Tenía apenas Mario Briceño Iragorry doce años cuando su padre murió, siendo él, Mario, el primero de la prole de aquel señor de muchas cuidadosas lecturas, quien «continuamente me hablaba de que el hombre valía no por el poder, ni por el dinero, sino por la fuerza de una bien cimentada cultura»…y «me estimulaba a mantener el primer puesto en las bancas de la escuela primaria».
Con aquella inquietud que en su inteligencia luminosa sembró su padre, llegó a Valera en agosto de 1911, con apenas catorce años de edad. No es, pues, de extrañar que en ese entrar en su adolescencia, en la inquieta «ciudad de las siete colinas», no se dió a los juegos propios de esa edad, sino que se metió, ávido de libros, en la imprenta de don Pompeyo Oliva, con otros compañeros del Curso Filosófico que se dictaba en el famoso Colegio Santo Tomás de Aquino, que dirigía el hacedor monseñor Miguel Antonio Mejía. Fue, dice Don Mario, en su elogio a don Pompeyo, «mi primer contacto intelectual con los tipos de imprenta». En este taller, a esa edad tempranísima, el 1° de agosto de 1911, con aquellos compañeros de aula, comenzó a publicar a Génesis, «un periodiquín donde aparecieron nuestros titubeantes escarceos en el campo de las letras, con una audacia digna de mejores causas… con articulejos, merecedores apenas de los reparos que debiera hacerles el lápiz azul de nuestro profesor de Literatura. El mío se llamaba Fiat Lux. Era un rápido y petulante recuerdo del progreso de las ciencias. Su único mérito radicaba en el recogimiento del epígrafe con que lo adorné: ‘El mundo marcha; quien lo detenga será aplastado, y el mundo continuará marchando’. Lo tomé del prólogo de la edición española de la Anatomía Popular, de Camilo Flammarion, y es de la rica cosecha del gran Balmes. Sin saberlo ni entenderlo, había tomado un excelente lema para mi trabajo intelectual. Ir adelante. Caminar con conciencia alerta. Sin dejar de ser uno mismo, buscar sobre el valor existente, los nuevos valores de la cultura… Cuando miro hacia atrás, tropiezo en el orto de mi vida de escritor con tamaña consigna. Ella me ha llevado a hermanar en el cascabullo de mi conciencia posiciones de la más aparente contradicción. En esa rebusca, he logrado saber que nada ayuda tanto al progreso como el recto sentido de la tradición. Porque en sí es un proceso móvil de entregar a los nuevos hombres las conquistas de los hombres viejos. Traslación del ayer al mañana. Actitud vigilante de centinela que busca no ser sorprendido por ninguna aurora».
Al leer este párrafo de Don Mario sobre su infancia, sorprende no solamente la superior inteligencia de aquel niño, sino su madurez: ya tiene definido su camino y da con clara decisión los primeros pasos de su recorrido. El grado de una inteligencia es una potencialidad de cada persona, pero su desarrollo depende de varias circunstancias, entre ellas el entorno, que también juega un papel importantísimo en el proceso de la madurez. El entorno de aquel niño era un hogar muy bien estructurado, de buenas costumbres, en el que las relaciones interpersonales se daban en respeto mutuo, sin violencias innecesarias ofensivas, en un ambiente de muchos libros, lecturas compartidas y conversas edificantes, un ambiente de pobreza digna, decente, alegre sin escándalo. Es decir, un ambiente de educación para la solidez de la responsabilidad, personal y social, la honradez material y espiritual, la solidaridad de prójimo y bondad útil. Cultivo y ejercicio de la belleza.
En la estructura de la personalidad, la formación del carácter, esto es, el modo de reaccionar o temperamento, depende en mucho de la educación, de la que forma parte la escolaridad o instrucción pública. Frente a la imagen luminosa de Mario Briceño Iragorry, me duele ver el desastre de la escolaridad agonizante en Venezuela, cuyas consecuencias pueden ser peores que las del derrumbe de la economía y el deterioro social. Condenados a la miseria, en general mal formados o ideologizados, en condiciones de marginalidad, los docentes en la Venezuela de hoy han sido expulsados de la primacía que les corresponde en un Estado que aspire a construir ciudadanía de altura y equilibrio social. Cuando Albert Camus recibió el premio Nobel, su elogio fundamental fue para su maestro de primaria, a quien le debía todo lo que era, dijo.
Escribo estas apresuradas reflexiones para preguntar agónicamente: Cuántos niños de potencialidades como las de Mario Briceño Iragorry se estarán perdiendo en el caos de este país nuestro a la deriva?