Raúl Díaz Castañeda
Desde muy temprano en mi desarrollo existencial, mi adolescencia liceísta, tuve bastante claro mi derrotero. De consistencia física endeble, sin fuerzas para enfrentamientos corporales, comprendí que mi lugar de lucha social tenía que darse en el plano intelectual, de modo que debía orientar mi devenir hacia el estudio constante, la relación cultural y el acercamiento por la lectura a los pensadores trascendentes de la humanidad. En ese propósito in pectore me ayudó un amoroso padre lector, una madre de poca escolaridad pero muy inteligente y visionaria, un jovencísimo maestro de sexto grado, Manuel Vargas, a quien muchos años después encontré reflejado en el Demian de Hermann Hesse, y el ingreso al liceo Lisandro Alvarado de Barquisimeto, un centro educativo que por la categoría de sus profesores, como en fecha reciente lo dijo el multilaureado poeta Rafael Cadenas, tenía un nivel universitario.
Las exigencias curriculares del liceo y las enormes cargas de la carrera médica que escogí me daban muy poco tiempo para lecturas de formación humanística, sin embargo, de los venezolanos, entré a saltos en el erudito pensamiento de Lisandro Alvarado, en el de Fermín Toro y Cecilio Acosta, el de Mariano Picón Salas y los articulistas estelares del periódico El Nacional, del que fui diario lector desde 1956 hasta su desaparición en edición de papel en 2018. Creo pertinentes estas precisiones para poder explicar el impacto que fue para mí el encuentro con Don Mario Briceño Iragorry en 1958, pocos meses después de su fallecimiento, cuando recién graduado de médico vine en septiembre de ese año a trabajar en el recién puesto en funcionamiento Hospital Central de Valera, en una alegre atmósfera nacional democrática, con un clima de plenas libertades ciudadanas y una renovada esperanza de encauzar todos los esfuerzos hacia el logro de un país con fortaleza económica, equilibrio social, solidez institucional y abierto, a través de una educación de alto nivel, a las innovaciones de la ciencia y la tecnología.
En octubre de 1958 Aura Salas Pisani me inscribió como miembro del Ateneo de Valera, tras una presentación que de mí hizo el doctor Ramón Vielma Briceño, después de un concierto a piano de José Antonio Abreu. Yo tenía 24 años. La manera como la joven secretaria general del Ateneo me habló de lo que allí se estaba haciendo y cuáles eran los proyectos a realizar de la institución, mirada verde penetrante y palabras casi murmuradas, terminó sorprendiéndome al pedirme que la ayudara en su propósito de activar un movimiento cultural para la ciudad, Valera, hasta ese momento tenida como gran cruce de corrientes comerciales. Frente a mí estaba no una educadora normalista, ni una profesora, como ya se le distinguía, ni una voluntariosa trabajadora cultural, sino una maestra en el más alto significado de esta palabra, que en la Biblia recibe categoría sagrada, una creadora de conciencias limpias, ductora de juventudes, que asumía su compromiso magisterial como una trascendente obligación existencial. Y apenas tenía 39 años. Y como el Ateneo estaba a una cuadra del Hospital, con frecuencia en las tardes iba a conversar con ella. Fue ella, Aura Salas Pisani, la primera persona que me habló de Don Mario Briceño Iragorry. Y lo hizo con tanto énfasis, destacando de aquel pensador cristiano su dolido y agónico amor por Venezuela, que me lo encarnó tan profundamente que desde entonces fue él uno de mis más cercanos compañeros de viaje, desde entonces presencia insomne al alcance de mi mano en mi biblioteca, que me anima cada vez que me derrota el desconsuelo de este mi país, Venezuela, tantas veces traicionado de distintas maneras por sus hijos.
Ya estoy muy cerca de mi final terreno. 90 años. Aura sigue conmigo, alumbrándome con sus ojos verdes de Palas Atenea. Y también Don Mario, despejándome dudas y fortaleciendo mis tropiezos, con su profunda mirada cejuda de hombre bueno y sabio, siempre despierto.
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