Al momento de presentar el petro, la improbable criptomoneda venezolana, Nicolás Maduro invocó un prestigioso santo y seña del populismo latinoamericano: “El dinero alternativo”, la “moneda social”, un signo cambiario cuyo respaldo no sea el oro sino un sentimiento moral, la solidaridad.
En el centro de esa economía solidaria y sustentable hallamos la idea del trueque.
En 1993, la antigua Unión Soviética iba camino a una economía de mercado cuando emergió el trueque. Una inflación de dos dígitos y una dramática escasez de efectivo reforzaron las transacciones no monetarias entre individuos, antiguas empresas estatales y hasta el fisco. El trueque era, además, un “remanente cultural” de la era soviética. A comienzos de 1998, el trueque alcanzó en Rusia su pico histórico. Pero en agosto de aquel año llegó al fin un préstamo del FMI por más de 4,8 millardos de dólares.
La recuperación de la economía real, sumada a un inesperado boom de los ingresos petroleros, señaló el fin del trueque en Rusia.
Fue notorio que durante los años del trueque nadie en ese país pensase en una alternativa al capitalismo basada en sustitutos del dinero, ni buscase una “tercera vía” a la riqueza y la justicia sociales propulsada por una economía no monetaria.
Los rusos simplemente recurrieron al trueque para sobrevivir allí donde el dinero en efectivo escaseaba y esto solo mientras llegaba una economía de mercado. Fue en esta misma época cuando el trueque surgió como forma de intercambio en Argentina.
Eran tiempos de hiperinflación y estancamiento. El gobierno restringió la circulación de efectivo con el llamado corralito. En 1995, el desempleo alcanzó la cifra histórica de 19% y se fundó el primer “club de trueque” en Argentina. En pocos años, más de 5.000 clubes de trueque acercaron a 2,5 millones de personas. Hubo, desde luego, que afrontar el problema de cómo adjudicar valor a los bienes y servicios registrados en las bases de datos de cada club. Sin llegar a resolverlo jamás se acudió a la emisión de millones de vales.
Para 2002, alrededor de 7 millones de dólares en vales habían entrado en circulación. Los vales argentinos no tenían, sin embargo, capacidad de almacenar valor, como sí lo hace el dinero, ni resolvían lo que el dinero sí logra: que el intercambio de bienes y servicios sea oportuno y simultáneo.
Un suceso de página roja dramatizó, en 2003, el fin del trueque en Argentina: unos delincuentes robaron la tipografía donde el más grande club de trueque imprimía millones de vales. En un solo día de shopping juntaron una fortuna en artículos de cuero, muebles, electrodomésticos, teléfonos móviles, computadoras, etcétera. Pagaron solidariamente con moneda social, claro.
Los cacos disponían, obviamente, de información privilegiada porque, días más tarde, la misión del FMI obtenía garantías de Néstor Kirchner, se levantaba el corralito, la gente recuperaba sus depósitos y se olvidaba de los vales de trueque. La banda revendió toda la mercancía robada en dólares.
La idea de mercado sin capitalismo, de una economía “solidariamente sustentable”, generó en toda la región una industria académica posmarxista que, ya a comienzos del siglo XXI, engastó en la revalorización ideológica del populismo latinoamericano, a la manera de Ernesto Laclau.
Consecuentemente, Hugo Chávez comenzó a parlotear en televisión sobre las economías prehispánicas y la red global de trueque. En 2009, el comandante ideaba el sucre, inmaterial unidad de cuenta de los países del Alba que cayó en desuso al nacer. Fue también Chávez quien ideó el petro que Maduro intentó relanzar mientras en 2018 le llega la hora del default.
Solo el mercado salva, Nicolás.