LUCES POÉTICAS EN LA PROSA ILUMINADA DE MARIO BRICEÑO IRAGORRY | Por: Raúl Díaz Castañeda

 

No resulta fácil enmarcar en una determinada categoría literaria la obra escrita de Mario Briceño Iragorry, de quien se están celebrando los 125 años de su nacimiento.

El consenso de los estudiosos de su escritura parece concederle la categoría de escritor pedagógico, que el interés fundamental de su propósito escritural fue enseñar, en el que se mantuvo, durante todo el tiempo útil de su vida,  ejerciendo algo así como lo que Unamuno llamó monodiálogos, desde una posición didascálica, de apuntador o consejero.

Escritor-maestro, en incansable didáctica para conglomerados invisibles. Historiador en el sentido que al término le otorga Benedetto Croce; la historia como continuidad de  pueblo hacia la búsqueda, crecimiento y consolidación de una conciencia nacional que priorice la libertad, la igualdad y la justicia en decente  beneficio para todos, concreción de una democracia sin quisicosas, populismo ni privilegios, soñador de utopías. Pensador idealista. Y de esto, salvaguardado por su comportamiento personal, a maestro apóstol, enseñador con dispensa de su doctrina hasta el sacrificio, aunque no para su despecho sino para fragua de su voluntad de acero en un cuerpo lleno de injurias, que desde los alegres rincones de Baltasar pudieran sus detractores, que fueron legión, darle a sus homilías el calificativo de voces para sordos.   Homilías, sí. Discursos de entonación religiosa, desde el altozano de las enseñanza de Jesús antes del Cristo, el del converso Papini, en una liturgia de desnudez al aire; un mensaje sin destino, sin destino inmediato, apuntando a un lejano despertar de una depurada conciencia nacionalista, de un abrir a golpes históricos de los oídos del colectivo venezolano, que a setenta años de sus dolida prédica todavía se ve lejano. Escritura religiosa, hasta las heces comprometida con su interpretación del cristianismo.

Al referirlo, el muy longevo jesuita Pedro Pablo Barnola, académico de la lengua, apunta: “Briceño-Iragorry escribió siempre en prosa… prosista múltiple, con páginas de todo género: del oratorio… libros del género histórico… biografías… ensayos… artículos periodísticos… páginas autobiográficas… una novela… un epistolario dilatado…”  Pero prosista con “aquel estilo tan suyo, tan regular de su rica y expresiva prosa castellana… No cayó jamás en la ligereza de creer que al lenguaje se lo puede tratar sin consideración, como a mal venga; y que para escribir basta con decir las cosas como se quiera, sin la disciplina previa del estudio, para la exactitud y expresión propia del idioma.” Y al otorgarle estas legítimas credenciales de escritor insigne, le refrenda la autoridad para crear bellos neologismos: projimidad, magistracidio, crispático, a lo que esculcando con mis lentas y regustadas lecturas agrego: samaritánica, unciosas, esotros, tradicionismo. Crear. ¿Y qué es crear con palabras? Poesía. Y no sólo esto, también el uso de palabras de bellas o excepcionales pronunciaciones: dulcedumbre, responso, ufanía, aflictos, transida, abismática, simado, galeato, podre, reato, seruendo, oblación, alamares, simún, primicial, salvífica, epitalámico, sombroso, lizo, lauretana.

Fino catador del lenguaje, el padre Barnola, al comentar los responsos del libro Prosas de llanto, escrito por Briceño Iragorry entre 1955 y 1956, les da la altura de “verdaderos poemas”, con lo que aprueba lo que el autor en carta al presidente Eisenhower, al referir los dos responsos al joven Emmet Till, le confiesa que “son dos pequeños poemas a esa víctima infeliz del odio de los blancos contra los negros”.

La poesía no es exclusividad del verso; en su ensayo sobre la poesía de Octavio Paz, Libertad León González deja académicamente claro este concepto. Tampoco lo es de la palabra. En carta a su amigo Romeo Ortega, diplomático mexicano, Briceño Iragorry, excusándose por no haber profundizado en el tratamiento de algunas páginas recogidas bajo el título de Temas inconclusos, deja al socaire de los entendidos que “podrían recordar con justeza la Sinfonía en Sí menor de nuestro amado Schubert”, arrimándose suavemente al cobijo de lo poético musical. Creo que cada uno (entre los muy pocos) que se acercan a la poesía escrita, lo hace de una manera personal. Para mí,  con mucha lectura de poesía acumulada, es una actitud de inteligencia emocional, lúdica y límbica y un tanto misteriosa, frente a la presuntuosa momentánea realidad, una reacción de perplejidad y asombro ante el limbo que envuelve esa realidad casi siempre utilitaria o elusiva; no se trata, como en sus sabrosas tertulias repetía Adriano González León al tratar de explicar el surrealismo, de estar por encima o por debajo de esa realidad del instante, sino en lo otro que también es ella, y glosaba lo que fue dictado inapelable de Bretón: Hay un más allá, pero está en el más acá.

Tras releer y reflexionar lo tan abundoso y extraordinariamente bien escrito por Mario Briceño Iragorry, su prosa altísima y limpia, concluyo que su obra total fue la de un poeta que contuvo su vuelo, lo que se llama estro, para no desviar el venablo de su propósito didáctico, que para él fue, como lo enfatiza el padre Barnola, deber que le daba sentido de vida, no honesta vanidad, a la que con frecuencia tienden los poetas en sus aquelarres bohemios, peñas y capillas.

Al final de su macerada madurez de fe, ciudadanía útil y nacionalismo encarnado hasta el dolor, en Prosas de llanto Mario Briceño Iragorry se concedió una refrescante bocanada de poesía, aunque en muchos de sus discursos y ensayos anteriores no pudo contener frases poéticas que se leen como interludios:

“Tus lágrimas copiosas harán de ti una solemne Niobe de basalto”, “oh, pavor de la realidad acerba de los odios”,  “Deseaste en vano una efímera sonrisa de mujer y conquistaste, en cambio, oh, Emmet Till, la permanente sonrisa de la gracia…”

“Algo, en realidad, sobra en el orden del mundo presente de los hombres: o las bombas funestas o la caridad de Cristo. Tú, ¡oh, infeliz Yochito Kiyomi!, te has librado de vivir en un mundo sin amor… A la par de tu cuerpo, el alma luminosa que brillaba en tus oblicuos ojillos de almendra ya ganó la paz verdadera, única posible en un mundo que ha dado espaldas al amor, para seguir con alegría diabólica las consignas del odio…”

“Has perdido, ¡oh, infeliz Víctor Riesel!, y para siempre jamás, la gracia maravillosa de la luz… El gánster que arrojó sobre tu rostro el ácido necrosante… es, sin embargo, un gánster de frescura selvática, sin reflexión, audaz. No había llegado al estadio de los gánsteres ilustres, que disponen de periódicos para calumniar y vejar a sus enemigos… El gánster que te atacó no era en realidad un gánster de calidad… No pertenecía a esas poderosas asociaciones gansteriles que en un momento dado pueden cortar el suministro eléctrico a una estación televisora o suprimir el papel a una empresa editorial… El criminal que te atacó se sintió empujado, más que por las voces bárbaras de la jungla y por el eco del hampa irritada, que por la disimulada prudencia con que contrabandistas, traidores y vendepatrias saben aparentar interés y celo por los propios valores que destruyen con su execrable conducta.”

“oh, malogrado Giuseppe Manfredi… Tú fuiste el Juez. Tú, fuiste, en realidad, una de las piedras resistentes sobre las cuales descansa la sillería de las repúblicas. No hay libertad, ni hay derecho, ni hay vida social allí donde la voz templada del juez no prevalece sobre la voz airada de autoridades que se creen dueñas de la vida, de la libertad y de la honra de los ciudadanos.”

Todos estos párrafos, cadenciosos, rítmicos, declamados hasta el llanto, ¿de dónde pueden brotar sino del alma de un poeta verdadero?

Y si se quiere algo de mayor calidez emocional en un elegante juego de palabras, recordemos aquel lindo verso a su hija María al darle un anillo recordatorio de su mayoría de edad: “te lo regalamos en este día en que por la ley puedes hacer lo que siempre has hecho: lo que te da la gana”.

Lo leo de nuevo y oigo en eco aquel de Rilke que dice: “Amar es quemarse en una llamarada; ser amado, consumirse en un fuego inextinguible».

 

 

 

 

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