Los Panchito Mandefuá

La octava colina

Segundo Peña Peña

 

En la literatura venezolana, solamente una obra del autor valenciano José Rafael Pocaterra (1889-1955) refleja realmente la desgracia vivida por los niños en situación de calle y ésta no es otra que “Cuentos Grotescos” (1922), donde en uno de sus capítulos, “De cómo Panchito Mandefuá soñó con el Niño Jesús”, narra la tragedia de un niño que se convirtió en icono del infortunio de la infancia abandonada en nuestro país. Basta un breve extracto para sopesar esta dura realidad: “…nacido de cualquiera con cualquiera… a los nueve años de edad, abriose a correr un buen día calle abajo, calle arriba… y aunque se convirtió en vendedor de billetes de lotería y limpiabotas, fue un pilluelo, producto del frío y el hambre que rodea por todas partes en la soledad de las calles… demostró que tenía arrestos de generosidad, pues luego de sacar de un aprieto a una niña pobre como él, murió arrollado por un carro un 24 de diciembre y así fue como aquel chico desaliñado voló a cenar esa Navidad con el Niño Jesús…” Tenga visos de ficción o verosimilitud, este drama narrado con tanta crudeza, representa el día a día de un alarmante porcentaje de los niños venezolanos. Algún poeta dijo, “Los niños hasta los ocho años son un papel en blanco y al encontrarse desasistidos en la calle, entran en el mundo del pánico, la carencia y la frustración, y por esta razón, en la mendicidad y la delincuencia”. En nuestro país, largo período hace que el Instituto Nacional de Estadísticas no informa al respecto, pero los organismos internacionales dan cuenta que Venezuela tiene 11 millones de jóvenes entre 0 y 19 años de edad, con una proporción inquietante de niños marginados por la exclusión social. ¿Cuántos estarán en Valera? Tan solo pongo un ejemplo. La noche del 3 de mayo del presente año, mi hijo y yo, salimos a llevar una pareja visitante de nuestro hogar. Eran las diez de la noche y la señora nos pidió el favor de detenernos en una farmacia. En la espera, se presentaron tres niños de muy corta edad, dos hembras y un varón. De carita sucia y vestido ruinoso, se dirigieron a mi hijo: -tenemos hambre-
dijo el varón. Obvio que los auxiliamos y luego, expresando un Dios se lo pague con una triste sonrisa, continuaron su camino. Yo, me quedé mascullando mi impotencia y pesar. En esta ciudad, basta recorrer el centro para presenciar a diario un significativo número de niños mendigando. Son niños sin nombre, X o Y, víctimas de sus propios padres, ya que provienen de hogares disfuncionales que han tenido que abandonar por violencia familiar, drogadicción o alcoholismo de su grupo, o carencia de la asistencia básica (llámese alimentación, educación y amor). En esta insolente adversidad, la Ley Orgánica para la Protección del Niño, Niña y Adolescente (2007) es letra muerta. De igual manera, una sociedad inconmovible e insensata, amén de los entes oficiales que aún pregonan aquella arenga de pacotilla de Chávez, “En mi gobierno no existirá un niño en la calle”. He abordado esta inhumana situación que tiene trazas de calamidad de postguerra, en las redes sociales hasta la saciedad, bajo el título de “Niños de la calle con hambre en Valera”, pero hasta ahora, a nadie le preocupan estos niños sin hogar, desnutridos, analfabetas y sin destino. Y como corolario, materia prima para la prostitución y el tráfico de menores. Dolor y esperanza, van de la mano.

 

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