En los años 30 del siglo XX, los hijos de los nuevos pobladores de La Puerta, se encontraron en sus predios de correrías y andanzas, con una estampa de familias que se diferenciaban con lo que hasta ese momento habían conocido. Vieron que por la Calle Real, deambulaban hombres y mujeres con indumentarias extravagantes y hablando entre ellos, en un idioma extraño, pero que también hablaban y saludaban en español, eran los gitanos. Caminaban por las calles y las transversales, y cogían agua, en la 8ª, con sus pimpinas de barro, sus llamativos vestidos, hacían que los niños las siguieran hasta su destino inmediato, la antigua plazoleta de la Santa Cruz del Calvario, cerca donde hoy permanece erguida la Cruz de la Santa Misión. Los gitanos en Venezuela como tema, ha sido escasamente estudiado por los historiadores, no se cuenta con mayor información de ellos. Una de las pocas o quizás la única y corta referencia documental sobre este grupo étnico en tierras trujillanas, nos la suministró Ada Abreu de Rodríguez, dama portense.
La Plazoleta de la Santa Cruz del Calvario se convierte en la Plaza de los Gitanos
Llegaron amaneciendo un día, en sus bestias y burros, cargando con sus bienes principales, la tienda o campamento rústico de armar, que podían levantar en cualquier momento y espacio libre. Abreu de Rodríguez, en sus recopiladas imágenes, encontró una a la que le dio especial significación, «Una tarde al salir de la escuela…en la plazoleta de la Santa Cruz del Calvario. Nos quedamos cerca…un grupo para ver lo que pasaba… ¿Y qué vimos? ¡Gitanos! Habían expandido allí una carpa enorme y estaban todos ellos en plena actividad. (Abreu de Rodríguez, Ada. Reencuentro con mi infancia. En: Abreu Burelli, Alirio. Un valle, una aldea, un río. pág. 81). Símbolo esta carpa, de que no estaban atados a ningún sitio ni pertenencia, nada los ataba a esa tierra, estaban eventualmente y solo se identificaban con su grupo étnico que eran: gitanos.
La fascinación que nos dejó la narradora, en su evocación, nos traslada al momento y al espacio físico, más no le dio importancia a su oriundez, de dónde venían, porque lo extraordinario de su impetuosa llegada y lo maravilloso que hacían al haber llegado derribaba lo demás; continuó su relato así: «Ya el hecho de ver gitanos en el pueblo de la noche a la mañana era algo extraordinario, pero lo que ellos hacían era también para nosotros muy interesante» (Ídem). En este sitio, más monte que plazoleta, llegaron y montaron su carpa y cerca, y cocinaban, también mantenían sus animales de carga y los de cría. Los que más disfrutaban de estas estadías de los gitanas en el valle del Bomboy, eran los niños «desde su vaivén tiraban comida a sus perros y a animales que enjaulados iban llevando de pueblo en pueblo.» (Ídem) Los niños entusiasmados con los animales, iban a echarles comida a los perros de distintos tamaños y de extrañas razas, también a algunos animales encerrados, como los monos, atendían a sus animales, armándole su corral, porque son una de sus fuentes de vida, siempre tienen que estar bien cuidados, sobre todo para la negociación y venta. Son especialistas en el mundo de los caballos. En la práctica, era una especie de feria ambulante. A los vecinos y principalmente los niños y jóvenes, les cambiaba la cotidianidad.
Afirmaba con cierto embeleso, que «En todo eran muy diferentes: sus ropas vistosas, su comportamiento, sus posturas entre ellos mismos» (Abreu, 82); las mujeres acostumbran a usar su saya o vestido largo como única vestimenta, con escotes cuadrados o redondeados, bien ceñidos en el talle, para luego bajar abriéndose con la cadera; y encima lo que llaman la capa de paño amplia y colorida; también su pañoleta para recogerse el pelo, y en ocasiones especiales, otra indumentaria más confeccionada.
Quizás lo que más observó la señora Ada Abreu Burelli, como parte del comportamiento y trato con los pobladores de La Puerta, fue la fina galantería tanto de hombres como de las mujeres gitanas, esa manera graciosa y zalamera de halagar y de agradar a las personas, lo que llaman la gitanería.
Nuestra feliz narradora, nos entusiasma cuando escribe: «Los Gitanos, algo digno de verse. « (Abreu, 81). En efecto, eran polifacéticos, podían estar cantando o tocando guitarra y a la vez, atendían la venta de toda clase de adornos y mercadería colorida que traían, pañuelos de colores, mantillas, anillos, collares, cintillos, peinetas, pañoletas, abanicos, y bisutería de cualquier tipo; pero una de las atracciones que más le gustaba a los campesinos y a los residentes, era el bolo y las mesas de “matute”, que montaban los gitanos, donde se presentaban a apostar y jugar unos señores muy serios y bien trajeados, que jugaban fuerte, baraja, dados, los tahúres.
La clarividente, guía de felicidad y prosperidad
Cumplían su misión angelical de revelar predicciones. Las mujeres y de forma marcada las jóvenes, el color de su piel y su cabello siempre largo, siempre iba acompasada del movimiento de sus cuerpos, eso que llaman “salero”, virtud esta que han cantado muchos poetas, coplas, que muchos hemos escuchados al son de la guitarra y los golpes rítmicos. Ada Abreu, en su «Reencuentro con mi infancia» relató que la vez que fue a verlos, había una jovencita «de cabellos largos, leía en la mano el futuro de los curiosos que los rodeaban» (Ídem). Esta estampa, es una de sus atracciones principales. Ellos son supersticiosos, los expertos en la quiromancia, aunque sean producto de picardías y triquiñuelas o falsear situaciones y de mentiras, embaucadoras, sobre todo con la lectura de las manos.
Para concluir, la señora Abreu Burelli de Rodríguez, resume en su hermosa prosa, que aquella estadía era, «Toda una fascinación para los habitantes del lugar, quienes sin mucho entusiasmo debían retirarse a continuar sus quehaceres: arrancar papas, hacer las compras en las pequeñas pulperías o llevar las cañas al trapiche» (Abreu, 82). En realidad su manera de ser, entretenía y eran un espectáculo, para los portenses de aquella época, era algo fabuloso, digno de ver y apreciar.