<En buena hora me encuentro con un hombre que quiere horadar el amor propio del prójimo a golpes de hacha, y que grita cuando se horada el suyo con una aguja> A. Dumas en su personaje central El Conde de Montecristo
No es la primera vez que me intereso por los conflictos con la palabra verdad. En cuál de nuestros momentos no escuchamos o invocamos esa palabra frente a la otra misteriosa y cruel: la mentira. Pensamos o nos dijeron de ellas como algo similar a la virtud, a la luz, al bien o aquella simpleza: allí están los hechos y cada quien tiene su verdad o su mentira. Sorpresa: de tantos siglos consumiendo historietas ellas mismas se agotaron y hoy se muestran vaciadas de contenido: “No hay hechos solo interpretaciones”, nos enseñará el maestro postmoderno F. Nietzsche. Luego vinieron los trabajos de Derrida, Foucault y Lyotard a invitarnos a pensar desde otro lugar. Perder la inocencia es un adelanto serio para interpretar, interpretarse, conocer y reconocerse. No lograr eso convierte al hombre en una sombra de los fanatismos, de los dogmatismos y materia prima para llenar los espacios de las sectas. Por eso todo sectario invoca la verdad, a secas y sin dar cuenta de lo que está hablando. Al perder la inocencia usted es libre de culpa, de remordimiento. Es así usted el capitán de su vida en un mar existencial turbulento y nublado en su horizonte. Si solamente se guía por los hechos le auguro una existencia aparentemente segura, pero por lo menos le sugiero tome sus previsiones; una de ellas la interpretación de su existencia. Una leyenda urbana circulando como verdad nos dice esto: “Antes esto era mejor”, lugar desde donde se supone hubo seguridad y felicidad. M. Serres, intelectual francés, viene de publicar un título interesante: ¿Era mejor antes? 2017. Allí él dice algo sobre el revuelo de la idea de verdad junto al escepticismo reinante; eso ya lo sabemos desde Venezuela y con cierto asombro: ¿cómo lo que antes era ahora ya no lo es? Incluso con cierta crueldad visible y sujetos desatados como salidos de las cavernas hablando de nuevas verdades. De políticos a académicos transitorios y de religiosos con templo y hasta cultores de sectas; la palabra verdad se nutre de saliva y micrófonos. Por todas partes se invita a festines verídicos con el objetivo de decir su verdad. Palabra allí confundida con opinión. ¿A qué público o consumidores va dirigido el tema? Depende, pues al fanático y sectario eso no le preocupa: su existencia no está en la tierra sino en mitos y en el más allá. Por eso asiste a tareas de postración sin ningún complejo: “Yo no tengo problemas con el alto costo de la vida, mi señor quiere eso y yo le obedezco.” La resignación, la postración, el abandono de sí mismo, la alienación y el extrañamiento del mundo es la tarea de ese nefasto par o cruce entre lo religioso y lo político. Serres se hace una pregunta interesante: ¿En un debate público, uno no se pregunta nunca si la aspirina es eficaz, uno se pregunta cuántas personas piensan que la aspirina es eficaz? Por ello cualquier intento de precisar el lugar de la verdad o la mentira es algo ocioso, vago, inútil, vacío. Esto lo saben los maquilladores de la imagen a religiosos y políticos. Usted puede tener como jefe de un gobierno, un Estado, una religión, una comisaría o un sitio legislativo a sujetos con un dominio de palabras en no más de 100, unos 20 conceptos más o menos articulados y no menos de 2000 refranes-chistes y eso lo acepta la masa para que la gobierne. Entonces, ¿Por qué tanta manía en exigir verdades? Interprete los síntomas de sus hechos y asuma su rol respectivo. Saque sus conclusiones.