Cobrar la pensión dejó de ser sinónimo de satisfacción, tranquilidad y alegría, ahora se ha convertido en una jornada plagada de penurias y hasta humillaciones
Juan Pérez/ECS
Después de varias horas, quizás pasó un día, logró palpar tres billetes de 100 mil bolívares, ese pedazo de papel amarillo pálido con toques naranjas. Salió de la entidad bancaria con sudor en la frente, suspirando del cansancio y su rostro sólo mostraba apatía. Estaba tan pálido como los billetes que sostenía en sus manos, no sabía si era por el hambre, el calor o por las intensas horas parado, rodeado de olores diversos y discursos repetidos de lamentos.
Tres billetes que se le fueron en pasaje, en la compra de una panela de papelón y en dos kilos de masa de maíz pela’o fue lo que obtuvo el abuelo José. Se estuvo más en la cola que lo que duró el dinero en sus manos.
José, es un señor de la tercera edad que para tener dinero en efectivo debe pasar una larga jornada en las afueras del banco. Viste con una camisa gris de rayas azules, ese azul antes era marino, pero ahora es azul cielo, ya que resalta lo usado de la prenda y el desgaste de la misma. Lleva un pantalón gabardina gris claro, alpargatas y un sombrero que porta con mucho orgullo. Mientras escupe chimó relata todo lo que ha pasado estando en la cola para cobrar la «susodicha pensión”.
Llegó a las afueras del banco el día anterior, estaba «echando chistes» a quienes lo rodeaban en la fila que tenía unas quinientas personas. Ese día no logró retirar porque su último dígito de la cédula no correspondía con los que «podían cobrar sus churupitos», ya que el proceso para hacer esta acción con respecto a los pensionados consta según el número de cédula por día. Sin poder agarrar “plata” esa tarde, se quedó guardando su puesto en la cola para el próximo día.
Pasaron varias horas y las poses de José en las afueras del banco variaron, estuvo sentado en la acera, parado, hincado, se recostó a la pared; comió cambures del vendedor ambulante más cercano. Mientras introducía los pedazos de la fruta movía su boca de arriba a abajo. Él no tiene dientes, pero hacía como si mordiera, para «no pasar en seco» los pedazos del cambur.
Por otra parte, estaba Ramona, quien viene de un pueblo cercano a la ciudad que no cuenta con los bancos donde a ella le depositan la pensión de tercera de edad. Su sobrino estuvo toda la noche aguardando su turno en la entrada del banco con otras personas, puesto que ella está delicada de salud y ese tipo de “ajetreos empeoran sus males”. Sin embargo, ha hecho la cola como todos los demás a pesar de portar una constancia que muestra su diagnóstico médico por lo que tendría que evitar este tipo de movimientos.
Con un bolso a cuesta, sentada en una silla plástica y con una chaqueta que la cubría hasta la cabeza, Ramona comentaba lo atrapada que estaba en aquella situación a pesar de estar en la calle, porque no tenía dinero para comprar comida mientras esperaba, ni un baño al que ir.
No obstante, como ella había muchas más personas que pasaban los sesenta años de edad, y que tenían que aguardar en el asfalto por largo tiempo para poder conseguir su dinero, que al final era el personal de la entidad bancaria que decidía cuándo debía pasar y cuánto efectivo podía retirar, porque aunque un viejito tenga depositado por mes 706.764 bolívares, algunas veces sólo puede conseguir la mitad o menos.
Entre gritos, suspiros y mucho alboroto, están los abuelos en las afueras de un banco valerano. Expresan a todo pulmón “se coleó”, “él no iba ahí” u otras frases de desespero que muestran y reclaman el derecho de entrar a cobrar como en otros tiempos. Muchas veces bajo la lluvia o los latentes rayos de sol, esperando las “tres lochas” como ellos mismos lo mencionan.