Por: Toribio Azuaje
“Sólo hay una guerra que puede permitirse el ser humano: la guerra contra su extinción”.
Isaac Asimov
En estos tumultuosos días que padece el planeta, muchos, en su ignorancia y fanatismo, llegan a aupar a uno u otro bando, sin saber que ambos se funden en un solo poder que se reparte el planeta.
Ninguna guerra es buena; todas resultan ser devastadoras y por demás atroces, dejando daños irreversibles y heridas incurables en la piel y el corazón de los sufridos pueblos. Todas las guerras se alimentan de la ambición de poder y de recursos. Es la codicia de gobernantes que se suponen únicos y eternos. Nunca dicen la verdad, mienten siempre, y el pueblo queda atrapado en un clima inhóspito por la acción de quienes desde la irresponsabilidad gobiernan a los pueblos. Mientras tanto, millones de civiles inocentes son los que sufren la brutalidad de las acciones irracionales de quienes, apoltronados en cómodas y amplias oficinas, emiten la orden de ataque a su enemigo.
A la par, un rebaño ingenuo, nadando en su mediocridad, no sabe siquiera el asunto que aúpa, motivado solo por el fanatismo irracional que acompaña la conducta servil.
Bajo las heridas de un planeta quebrantado, con pueblos arruinados, donde los vientos de la geografía se sienten espesos y profundamente devastados, arrastrando las cenizas de los antiguos sueños que se esconden tras las sombras de una historia que se enreda en las raíces de la tierra adolorida y triste.
En este instante, se percibe la tragicomedia de los espejos rotos con máscaras que caen hechas trizas por la dinámica de lo real. Se observa, entre la penumbra de la mediocridad, la ignorancia y el fanatismo, un escenario construido para la maldad y la traición, donde espectadores se transforman en actores sin conciencia, aplaudiendo y abucheando a rabiar, sin que apenas logren entender que el escenario es uno solo y que el guion ha sido escrito y construido con grotescos hilos de sangre y lágrimas, convirtiéndose en un tinglado que no cambia.
Pareciera que vivimos en un mundo donde el sol se niega a salir y la luna se esconde, atribulada por el miedo.
Dos bandos se arrojan piedras desde las orillas opuestas de un río que no logramos detectar si tal vez es sagrado. En un extremo, la izquierda, con sus banderas rojas y sus discursos de justicia, se abraza a dictadores que visten de revolución, pero que nada tienen que ver con esa izquierda de sueños y esperanzas marchitas por el viento de la intolerancia, la traición y el engaño. Del otro extremo, un fanatismo religioso que se viste de intolerancia y de poder. En el medio, se posa un poderoso titiritero, hábil, audaz e invisible, quien, con sus manos tejidas de cenizas y fuego, mueve los hilos de una guerra que nadie pidió, pero que todos alimentan.
Esto no es más que un carnaval donde se conjugan abundantes máscaras, y los colores se mezclan convirtiéndose todo en un absurdo caos: la izquierda defendiendo tiranías con discursos de paz, y fanáticos religiosos predicando la paz empuñando sus modernas armas. Esto se asemeja a un espejismo en el desierto; cada bando cree mirar en el otro la sombra de su enemigo, sin percatarse que ambos son el resultado de un mismo monstruo que se alimenta de nutridas raciones de confusión y odio.
Aquí, en este maltratado planeta, la guerra es un espejo roto, donde nadie reconoce su imagen y el estruendo de las bombas convierte la esperanza en un susurro perdido.
Mientras tanto, el calor de un fanatismo ciego les hace aupar a sus propios verdugos, sin darse cuenta que en este juego de espejos rotos todos terminan convertidos en prisioneros de la misma maldad y única locura.
Un abrazo, desde este maltratado pedazo de la tierra.
TORIBIO AZUAJE