“La sociedad decente es aquella que sus instituciones no humillan a sus ciudadanos”. Lo afirma el filósofo Avishai Margalit en su libro llamado “La sociedad decente” cuyo ejemplar en su edición de 2010 me acompaña, aunque la edición inicial es de 1996. Viene a propósito de las situaciones vividas en los avatares políticos de los recientes tiempos, tanto de orden global como nacional y local.
No hay rubor alguno que le cambie el color de su rostro a muchos de los poderosos del mundo de hoy, sean de la empresa privada o pública, transnacional o del pequeño empresario del lugar. Pareciera que el cinismo, el caradurismo, la mentira fresca y cotidiana está de moda. La posverdad le dicen eufemísticamente.
Hoy, con el dominio de la economía de la codicia y la explosión de la desinformación, las cosas se han puesto peor, y el hombre y muchas instituciones que quieren ser decentes, no saben que hacer, que tomar por serio y que son esas verdades relativas o mentiras directas que el márquetin las convierte en ciertas. Hoy la sociedad líquida de Zygmunt Bauman, apesta.
La alternativa a la sociedad que humilla y miente es la sociedad confiable. Pero ya dan cuenta las investigaciones cómo la confianza entre las personas y entre estas y las instituciones van en picada. La más reciente es de Edelman Trust Barometer, que en su edición de 2025 examina el estado de la confianza global hacia las instituciones, empresas, gobiernos, medios de comunicación y ONGs. Allí afirma que el mundo enfrenta una “crisis de confianza generalizada”.
Las personas y las instituciones que no son decentes no despiertan confianza, así de sencillo. La percepción de que la indecencia va ganando terreno es generalizada, y no se esconde, pues todo se pone en evidencia en el lenguaje, que se ha deteriorado tanto que hoy los que deberían cuidarse de las malas palabras, son los más mal hablados, los peores. Hoy, si el lenguaje no es escatológico, no es bienvenido.
Todo eso tiene consecuencias funestas para el bienestar de la gente y la sociedad. La humillación es una de las peores formas de irrespetar a la dignidad de las personas y las sociedades. Hay gente que las humillaciones le pasan por encima, no las tocan, gracias al prestigio ganado con base a su ejemplar comportamiento, pero cuando la crisis aprieta, el acoso crece, la tentación aumenta y la vida se obscurece, allí hace su efecto la desesperación y el miedo. Hay gente no aguanta, se irrespeta y cae.
Esta realidad de la codicia, la concentración de la riqueza y el poder causa enormes disparidades, que humillan con la opulencia de las fortunas mal ganadas y la pobreza extrema que crece en todas partes, con algunas pocas excepciones. Los poderosos se creen, y casi lo son, dueños de países y personas. Saben que con sus decisiones alteran la vida de prácticamente todo el mundo, y actúan en consecuencia, desde imponer consumo de bienes y servicios que no satisfacen necesidades humanas sino su insaciable afán de lucro, hasta imponer las mayores inversiones en armas, ir contra la naturaleza y sus delicados equilibrios.
La sociedad indecente no es viable para generar bienestar a las personas ni respeto a la naturaleza. La sociedad indecente es contraria al desarrollo humano integral. Por eso llegará al colapso, a menos que la estupidez se imponga, que tiene sus probabilidades crecientes.
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