Sao Paulo, 19 mar (EFE).- Era un lunes de enero cuando el piloto Antonio Sena sufrió un accidente de avión en las entrañas de la Amazonía brasileña. Allí, en la inmensidad de la selva, quedó atrapado durante 36 días, en los que sobrevivió con un machete y la ayuda de los monos, a quienes observó en su búsqueda de comida.
Sena, de 36 años, había sido contratado para realizar un servicio de taxi aéreo en una mina ilegal de oro situada en el corazón de la Amazonía, entre los estados de Pará y Amapá. A mitad vuelo, el motor de su pequeña aeronave paró. Consiguió controlar la dirección del aparato por algunos minutos y acabó estrellándose en un recóndito riachuelo.
Salió del avión ileso y se apresuró a rescatar los víveres que cargaba consigo: tres botellas de agua, doce panes, cuatro latas de refrescos, una cuerda y un saco de tela. Poco después, la aeronave explotó.
«Pasé la primera noche e intenté asimilar todo lo que iba a suceder. Muchos años atrás había realizado un entrenamiento de supervivencia en la selva, en la época en la que trabajaba para otra empresa de taxi aéreo», cuenta en una entrevista telemática con Efe el piloto brasileño.
Como dicta el manual, los primeros siete días se mantuvo en el lugar del accidente para esperar a los equipos de rescate. Varios aviones sobrevolaron la zona, pero cada día que pasaba el ruido era menos intenso y sus esperanzas de salir con vida también.
En el quinto día de espera, decidió grabar un vídeo de despedida para su familia.
«Esa noche decidí hablar con Dios. Le dije: ‘Si tu voluntad es que encuentre a mi familia, dame fuerza, porque yo lo he intentado solo y no lo he conseguido. Parece que funcionó», recuerda.
A la mañana siguiente comenzó a trazar un plan para salir de las garras de la selva amazónica, a la que describe como «un gran organismo vivo pulsante». Un bosque con muchos bosques en su interior.
«En el octavo día cogí todas mis cosas y comencé a caminar hacia el este. ‘Aquí no voy a morir’, me dije. ‘No voy a morir'», rememora.
Fue entonces cuando se adentró en la frondosa selva con la ayuda de un machete improvisado que realizó con un trozo de madera, una navaja y un cuchillo.
En el interior del bosque la rutina fue la misma durante largos días: despertaba a la luz del alba y caminaba durante horas en dirección al sol hasta poco después del medio día, cuando paraba para buscar un lugar para acampar, siempre lejos de los ríos.
Ello porque el agua, cuenta, atrae a los grandes predadores de la Amazonía: el jaguar, el yacaré y la venenosa anaconda.
«Todos dicen que es una región que está llena de jaguares. Nunca encontré uno. Creo que la mezcla de Dios y de saber cómo alejarme de ellos me ayudó», asegura.
Pese a su temple, el miedo afloraba por las noches, cuando el ruido de la naturaleza rompía el silencio.
«Los primeros días, principalmente por la noche, tenía mucho miedo. Es cuando la selva se manifiesta. Hay muchos ruidos desconocidos y como no los reconoces parecen despertar tus miedos más íntimos», confiesa. «Con el tiempo empecé a reconocer algunos ruidos. Es impresionante cómo la selva te engaña. Me engañó mucho».
LA BÚSQUEDA DE COMIDA
Durante los 36 días que pasó perdido en la selva, el hambre, recuerda, fue «muy habitual». Cuando los pocos alimentos que cargaba consigo se le acabaron, recurrió a la naturaleza. ¿Pero cómo reconocer si sus frutos eran venenosos o no?
«No encontraba las frutas que encuentras en el mercado: banana, mango, piña. No hay nada de eso en medio de la selva. Empecé a observar pequeñas frutas blancas y no sabía lo que era. Vi que caían de los árboles porque los macacos los movían. Vi que ellos comían. Si los monos comen, es bueno», narra.
Tiempo después descubrió que se trataba de breu, un fruto ampliamente utilizado por la industria cosmética. Encontró cacao en cuatro ocasiones y tres huevos de nambú, un ave característica de la Amazonía.
La falta de alimentos lo debilitó fuertemente. En 36 días perdió 25 kilos.
EL RUIDO DE LA SIERRA
Sena llevaba ya más de 30 días deambulando en la selva cuando de lejos escuchó el ruido de una motosierra. Sus fuerzas habían llegado al límite. Tenía calambres y pérdidas de visión, pero decidió hacer su último esfuerzo.
Se adentró en un pantano y atravesó un río. Empapado, continuó caminando por el bosque persiguiendo el lejano ruido. Fue entonces cuando encontró una lona blanca y, kilómetros después, un hombre.
«Me miró muy asustado. Se quedó parado, con las castañas en la mano», recuerda.
Minutos después llegó otro hombre y juntos caminaron hasta la base de los recolectores de castaña. Una vez allí se avisó a los equipos de rescate y a su familia a través de la radio. Era el fin de su odisea.
«Mis hermanos no desistieron en ningún momento, siempre creyeron que estaba vivo. Yo sentí su fuerza. No desistieron», cuenta entre lágrimas.
Sena, quien volvió a sobrevolar recientemente el lugar del accidente, narrará ahora su historia en un libro titulado «36 días: la saga del piloto de avión que cayó en la Amazonía y se reencontró con Dios», de la editora Buzz.
«Fui transformado dentro de esa selva. Mis hermanos fueron transformados también. Gracias a Dios esa historia está transformando a mucha gente también. Es lo único que queremos. Solo eso», sostiene.