Al iniciar esta semana la relectura de La hora undécima, ensayo de Don Mario Briceño Iragorry, propuesta por la Cátedra Libre que lleva su nombre, la profesora Alexis Rojas ha mostrado la portada del libro, que muy pocos lectores tienen y, que, a pesar de su importancia y vigencia, no es de los más conocidos escritos del prolífico autor.
En la portada aparece, en primer plano, la legendaria y longeva ceiba de la esquina de San Francisco, en Caracas, y, atrás, la fachada de la antigua universidad, hoy Palacio de las Academias, que enfrente tiene el Capitolio Nacional, sede del Poder Legislativo.
No sé quién diseñó esa portada, ni si la sugirió Don Mario. Pero lo que viene de interés al caso es que en ese espacio de la capital de la República, se han dado importantísimos episodios de la historia nacional, una esencia que los buenos lectores de ella pueden encontrar subyacente en algunos de los párrafos de La hora undécima.
Cito de memoria varios en los que los cazadores de gazapos pueden encontrar buena presa. Cuando el general José Tadeo Monagas asaltó el Congreso, con muertes y atropellos, intentó con amenazas buscar apoyo en Fermín Toro, conminándolo a regresar al recinto legislativo, a lo que el ilustre intelectual de reconocido civilismo se negó con una frase lapidaria: «Díganle al general Monagas que Fermín Toro no se prostituye», rectitud moral poco frecuente en el mundillo político. En esa esquina de la ceiba, el autócrata y paradigmático corrupto general Antonio Guzmán Blanco se hizo levantar una estatua a la que el pueblo en burla llamaba «el saludante», mamotreto que fue derribado en una protesta estudiantil universitaria. Pasando un día por allí en su carroza, el general de piel oscura Joaquín Crespo acompañado de su ministro de Hacienda, los estudiantes le gritaron: «Negro y corrupto!», a lo que Crespo comentó a su ministro del tesoro: «El negro soy yo, entonces el corrupto es usted». Igualmente importa recordar que también allí, en esa esquina, se levanta el templo de San Francisco, donde en 1813 recibió el joven Simón Bolívar, al final de la Campaña Admirable, el título de Libertador, y que en el otro extremo de ese corredor, en la esquina de la Bolsa, por mucho tiempo maniobraron los dueños del dinero, los amos del valle, el Poder de facto sostenedor de los poderes constitucionales. De modo que allí, en ese ambiente de gran merienda donde batallaban simbólicamente el bien y el mal, el convidado de palo, el pueblo llano, lo representa la muda presencia de la ceiba. Pienso que con todos los sentidos abiertos, menos la nariz tapada, y su sensible e iluminada inteligencia en alerta permanente, al pasar por allí Don Mario tomó dolido la decisión de escribir mucho de lo que nos dice en La hora undécima, en un intento por tratar de salvar la viña antes de la caída del sol; esto es, la oscuridad total.
Para Don Mario, en el momento en que escribe La hora undécima, 1956, y afincándose en la Historia, en Venezuela se había dado una buena sembradura que necesitaba nuevas manos para salvarla de la distorsión que la dictadura de turno le imprimía: abandono de la agricultura (alegría de la tierra) para sustituirla por la importación, una entrega de la soberanía al capitalismo salvaje, suplantación de los valores tradicionales de la familia y la buena ciudadanía (Mensaje sin destino) por costumbres extranjerizantes, un esnobismo superficial, un nuevorriquismo sustentado por la corrupción y el vivismo, un irresponsable derroche y una represión a la disidencia y la pluralidad políticas. Se trataba de enterrar las proposiciones de 1811 que en la formación de la nacionalidad le daba prioridad a la sociedad civil, al pensamiento moral de formadores como Cecilio Acosta, al entusiasmo renovador de la Generación del 28, a la prédica de Alberto Adriani y Arturo Úslar Pietri de sembrar el petróleo. Entonces Don Mario, diciendo «La carencia de principios formativos es nuestra falla peor», «En el examen de la crisis que padece nuestro pueblo pocos dan la debida importancia a la abolición casi absoluta de las reacciones morales. Los principios éticos fueron arrinconados con los muebles inútiles de las abuelas escrupulosas. A escobazos fue echada la moral de entre los ingredientes esenciales para la vida de la nación». Y en esa hora undécima, mira esperanzado a la juventud. Y propone para ella una nueva educación. Justamente lo que hoy demanda la salvación del país.
Don Mario legitimaba a la riqueza lograda con inteligencia, creatividad y trabajo perseverante honesto, que puede influir positivamente en el ascenso social colectivo, pero cuestionaba con severidad aquella a la que intempestivamente se llega con delitos de todo tipo, desde los contubernios políticos hasta los comunes genéricos, y desde el tráfico de influencias hasta las asociaciones mafiosas; es decir, la prostitución casi total del comportamiento de la sociedad en la que estamos inmersos, lo que dejó dicho el Premio Nobel Heinrich Boll, que si a nuestra época se le dará un nombre será «época de la prostitución», en la que esa riqueza obscena se exhibe con ínfulas de prepotencia y como patente de corso para burlar la Ley. Tampoco cuestionaba Don Mario las satisfacciones sanas que regocijan, entre las que prefería las espirituales y culturales, sino aquellas que se empantanan con lo escandaloso y degradan la condición moral. Esto es lo que tenemos, y si nos parece que en beneficio de un mundo menos peligroso y menos injusto tenemos que luchar contra eso, digámonos que llegó la hora duodécima, la hora de actuar, aunque nos parezca muy cuesta arriba.