Todos “sabemos” que la crisis del país es grave. Lo constatamos cada día y lo ratifican los sondeos, encuestas y estudios de especialistas. Sólo la manipulación mediática del régimen proyecta una imagen de tranquilidad y bonanza que choca estrepitosamente con la realidad. Padecen los más vulnerables pero el espectro se agiganta en un arco creciente de la población silenciosa que vive cada día más al límite de lo tolerable. No alcanza el dinero, las enfermedades merman la calidad de vida, los rostros tristes y apesadumbrados indican falta de afectos de los seres queridos. Son los rostros de una exclusión social creciente que nos deja sin millones de hijos de esta tierra que huyen buscando mejores condiciones de vida en otras latitudes.
La supervivencia es la meta cotidiana en condiciones cada vez más precarias. Como Iglesia nos sentimos corresponsables y no nos podemos quedar de brazos cruzados. La vocación samaritana nos impele a no pasar de largo sino a involucrarnos en el mal y la necesidad del prójimo. Pero no basta “saber” todo eso, porque nos podemos convertir, en palabras de Oscar Ricardo Joao, en “sutiles profesionales cínicos, expertos corruptos, eminentes asesinos, brillantes explotadores, sabios déspotas, lumbreras de fraudes, ilustrados hedonistas, excelentísimos materialistas, venerables consumistas y personas ignorantes”.
Son palabras fuertes pero nos golpean a todos. Por supuesto, y en primer lugar, a quienes “conociendo” la realidad se hacen los locos, desviando la atención a “culpables foráneos”. Pero también golpean al resto de la sociedad, porque tenemos la obligación de ser, no solo “pacientes sufridores” de la realidad; debemos ser protagonistas del cambio que merecemos. Para ello debemos recuperar “el sentido” de la vida. Adquiere vigencia preguntarse “quienes somos”, y para qué, por qué, hacia donde, con qué objetivos, con qué intencionalidad… vivimos y actuamos.
Si para nosotros la vida no importa sino la mía; la de los demás que se las arreglen. Si no tenemos ni por asomo conciencia de ser creadores e inventores de nuestro entorno, los más vivos y sin entrañas nos manejarán como veletas a su antojo. Qué es y qué significa para cada uno de nosotros “la libertad” como motor de iniciativa y búsqueda. Qué es la identidad, o nos da lo mismo ser de este pueblo o de cualquier otro. Qué es la esperanza como aliento de vida. Cuál es nuestro “imaginario”, qué es lo que nos hace buscar con ahínco esa felicidad propia y compartida que le da alegría a la existencia, y como creyentes nos asegura que Dios no nos ha abandona, andamos perdidos en la maraña de la existencia sin rumbo y sin ruta.
Conocer, reconocer lo bueno y lo malo, pero dándole “sentido” a la existencia, es la única forma de superar el marasmo en el que estamos para no volver a caer y evitar que vuelva a pasar, y tener el coraje de ser creativos en la construcción del paraíso que soñamos y dejemos atrás la destrucción del país en el que nacimos y no nos reconocemos. Démosle “sentido” a la vida para no vivir en una desesperanza estéril que nos aplasta y no nos deja ver hacia adelante, hacia la trascendencia de lo bueno y hermoso de ser hermanos.