HOGAR Y LUGAR | Por: Francisco González Cruz

 

El hogar y el lugar han adquirido un formidable valor entre los elementos que determinan la calidad de vida de la gente. Siempre fue así hasta que la revolución industrial trajo la división espacial del trabajo. Ahora que la pandemia se resiste a la vuelta a la vieja “normalidad”, nos damos cuenta que tanto la vivienda como el sitio donde está, son sustanciales. No es lo mismo estar en lo que los técnicos llaman una “solución habitacional” donde apenas hay espacio para dormir, que vivir en una morada grata donde se pueda compartir. Tampoco en una urbanización o edificio donde sólo existen esas soluciones habitacionales, sin vida comunitaria. Algo de sensatez puede traer la crisis.

No es de sentido común propio del ser humano esos largos desplazamientos para ganarse la vida. Abandonar los críos y la pareja para ir a trabajar no parece ser muy cuerdo, pero todo se organizó bajo la lógica de que en un lugar se vive y en otro se trabaja, como si no fuesen parte del mismo proceso vital. Hoy cuando la pandemia obliga a permanecer en la casa y en el lugar, estos espacios toman el valor que nunca debieron perder: ser el espacio fundamental donde una persona realiza su tránsito vital.

La vivienda era un espacio que representaba una especie de síntesis de toda la rica complejidad de la vida y reflejaba el carácter de sus habitantes, la historia familiar, sus oficios y tradiciones. También la del entorno, su geografía e historia, su clima particular, los materiales y tradiciones. Cuando todo cambió, la vivienda pasó a ser el sitio donde se regresaba del trabajo a descansar hasta el otro día, mientras se esperaba el fin de semana para salir a pasear o a descansar en otra parte.

El virus hizo que la gente regresara a casa. Quien la conservó bajo los esquemas tradicionales, sea antigua o moderna, encontró un sitio grato donde soportar las largas permanencias. El que por desgracia sólo contó con una “solución habitacional” montó en desesperación y encontró en la terracita, el balconcillo, la escalera o las ventanas una pequeña vía para ir más allá de las cuatro paredes, sea para mirar las paredes de enfrente o, si tuvo suerte, mirar hasta un poco más allá.

Quien tiene la fortuna de vivir en un lugar de intensa vida comunitaria, encontró cerca el consuelo de una grata esquina con su cafetería o el bar, la panadería y la farmacia, una banca con su sombra o su farol y el saludo de los vecinos. Quien está en un urbanismo moderno aislado y retirado, sólo le queda tomar el automóvil e irse a hacer mercado para abastecerse largo tiempo y meter en su vivienda lo necesario para trabajar o matar el tiempo.

Dos maneras de vivir. Una representa la vida familiar, el compartir, la relación permanente con los otros integrantes del entorno familiar, pero también del entorno social y comunitario. Otra manera es la segregación del hogar y del trabajo, del hogar y la recreación. La división extrema que reduce la interacción humana en la vivienda y en la comunidad.

Las consecuencias se ponen de manifiesto ahora de manera resaltante, al ver cómo los centros de comercio y de servicios de las urbes se encuentran solos sin la masiva presencia de trabajadores y consumidores, las autopistas y carreteras medio vacías sin la demanda usual de la gente que necesitar ir y venir constantemente. También, como siempre, está la soledad de las urbanizaciones residenciales. Los no – lugares llamados “mall” o centros comerciales son los escapes homogéneos, todos idénticos, para dar unos pseudo – satisfactores a las necesidades de recreación, ocio y a la compra de algunos bienes.

Toma importancia entonces el hogar y su expresión espacial de la vivienda como sitio para la vida familiar, la vida en su contexto integral y como satisfactor principal de las necesidades existenciales del ser humano: ser, estar, tener y hacer. También el lugar como espacio territorial íntimo  y  cercano  donde  se  desenvuelven  la  mayor  parte  de  las  actividades  del  ser  humano; el lugar entendido como la comunidad definida en términos territoriales y de relaciones  humanas,  con  la  cual  la  persona  siente  vínculos  de pertenencia.

El hogar y la comunidad en su concepción territorial, vivienda y lugar, han sido reivindicados con la pandemia global. Así lo reconocen cientos de intelectuales que se han animado a publicar sus opiniones sobre las nuevas realidades. El impacto ha sido tremendo, al punto que nadie cree a estas alturas que el mundo será igual al que teníamos hace apenas año y medio.

Esta nueva realidad tiene su impacto en todos los campos del quehacer humano, en la economía que tendrá que ser más humana, la sociedad más solidaria, la cultura más tolerante y la política más sensata.  Por supuesto en el ambiente, en la moderación del cambio climático, el consumismo y demás aspectos de una sociedad conducida por la globalización de la codicia hacia el desastre.

A menos que se cumpla la sentencia de Albert Einstein: “Dos cosas son infinitas: el universo y la estupidez humana; y yo no estoy seguro sobre el universo».

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