En Ríosucio un sacerdote tenía un burro al que le había enseñado latín. El animal, que era horrible, con pelos largos y embarrados, ocupaba un pequeño cercado con todo tipo de hierbas. El oficio del burro era procrear muletos con yeguas que le llevaban. No por erotorexia que, según Píndaro, era el deseo irrefrenable de amor, sino porque si el flaco animal flaqueaba, le administraban unos garrotazos en el lomo y en seguida comenzaba una carrera desenfrenada contra la yegua de turno.
Cuando el monaguillo tocaba las campanas, en horario que no hubiera misa, el cura alzaba los ojos al cielo, en agradecimiento. El burro había cumplido, una vez más. El sacerdote recibía cinco francos por cada logro del burro y, si se le daba maíz, el jumento podía producir hasta cincuenta francos en un día.
Un domingo, que una yegua se resistió más de lo corriente, el burro se acercó y le dijo que estaba muy triste. La yegua pensó que sería una estratagema del burro para convencerla, pero él le mostró un letrero en latín que decía:
“Omne animal triste post coitum”.
La yegua que no sabía latín le preguntó qué decía. El burro tradujo:
“Todo animal es triste después del coito”.
– Y con usted ya serían once, hoy, perdone la tristeza.
La yegua le miró las claras orejas y se compadeció.
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