Por: Miguel Ángel Malavia
En un tiempo en el que el mundo parece estar a punto de incendiarse, ¿conocemos los católicos las distintas cuestiones que entroncan con la doctrina social de la Iglesia? ¿Les otrgamos su justo valor? Y es que no estamos ante un ente abstracto de pensamiento o un eje secundario en la propuesta eclesial al mundo. Al contrario, nos situamos en un reto esencial, concreto y encarnado que se abraza con el meollo de la fe: hacer que cada persona, además de plantearse las preguntas claves sobre qué pasará cuando cierre los ojos para siempre, se sitúe de un modo integral, crítico y consciente en la estructura global que nos interrelaciona a todos los hombres.
En este sentido, no podemos ignorar que la injusticia nos amenaza en prácticamente todos los frentes. Y más en un contexto en el que están al alza los intereses de una minoría frente a los de la abrumadora mayoría, siendo el fin de la primera que cada vez seamos menos sujetos de derechos.
Frente a ello, la Iglesia cuenta con un vetusto magisterio que nos ampara y que reivindica que, efectivamente, tenemos derecho al acceso a una vivienda en condiciones dignas y no abusivas, a un trabajo decente en su ejercicio y en su recompensa, a vivir en un planeta libre de la rapiña de quienes buscan devastar todos los recursos naturales, a que las deudas impuestas a países abajados no sean imposibles de pagarse y estos puedan tener un mañana esperanzado, a que del pago justo de los impuestos se extraiga un nutriente básico para el bien común en forma de mejores colegios y hospitales…
En definitiva, se trata de que todos y cada uno de nosotros, creyentes o no creyentes, sepamos que hay una voz que vela por nuestros derechos y que aporta en positivo. En los últimos años, de un modo especialmente profético, la encarna un papa Francisco que clama al mundo por una “economía con alma” o por la “paz justa” frente a todas las guerras, desnudando además al principal causante de las mismas: el hecho de que la industria multimillonaria de las armas necesite conflictos que alimenten su voraz hambre de sangre (y dinero).
Demos el paso, saltemos y zambullámonos con toda el alma en el fascinante océano de la doctrina social de la Iglesia.
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