Grato es recordar aquellos tiempos en que solíamos pasear tranquilos por las calles y plazas de la ciudad, en que nuestros hogares constituían un lugar en donde podíamos descansar apaciblemente y compartir felices con nuestras familias, nuestros hijos salían para ir a la escuela, a casa de un amigo o a la cancha sin ningún temor. En aquellos, no lejanos tiempos, podíamos vivir seguros, tranquilos y en paz, ya que solo dependíamos de nosotros mismos y de nuestras propias circunstancias, sin que el fenómeno de la delincuencia nos acechara, agazapado, en todos los rincones y momentos de nuestras vidas. Ahora, sentimos que dicho fenómeno para todas partes nos sigue, siempre está con nosotros, como formando parte de nuestras vidas e influyendo poderosamente en ella. Ya no podemos hacer casi nada, sin que esa presencia no intervenga. Las propias circunstancias y nuestra experiencia personal, nos han obligado a condicionar nuestras vidas, nuestros sueños y nuestras costumbres a esa temible y persistente presencia. Se trata de un fenómeno brutal, que actúa taimadamente, y que puede hacerse presente a través de múltiples formas de presentarse e incidir en nuestras vidas. En nuestro país, son excepcionales los que no han sido su víctima, directa o indirectamente, ya que tarde o temprano nos está alcanzando y, a veces, no solo en una, sino en varias ocasiones y de acuerdo a varias modalidades de delito (robo, estafa, secuestro, etc.). Todos, dominados por nuestro instinto de conservación, nos hemos visto obligados a renunciar a nuestra libertad personal. Conozco sectores de mi ciudad en donde las familias viven en una especie de gueto, con toque de queda permanente y sin ningún tipo de garantías, ya que están a merced de la delincuencia, que es la instancia que controla, establece pautas y el estilo de vida de cada uno de los habitantes del sector. Pero, además, tenemos conocimiento de que este fenómeno, no solo nos está afectando en forma individual y colectiva, sino que ha penetrado las entrañas mismas de nuestras instituciones rectoras, lo que agrava y agiganta terriblemente su capacidad para hacer el mal. Monstruo de mil cabezas, de proceder siempre taimado, se reviste de muchas formas para estar siempre presente y poder ejercer sus artes malignas, que ha traído angustia, dolor, muerte y miseria a la vida de los venezolanos, que ha acabado con su paz, su tranquilidad y sus anhelos de una vida mejor. Es un fenómeno tan temido, que influye poderosamente en esa especie de locura colectiva en que las familias se desintegran, la gente lo abandona todo para ir a probar su suerte en otras partes del mundo. Yo sé, sin embargo, que llegará el día en que las aguas desbordadas retomarán su cauce, en que la paz y la tranquilidad volverán a imperar en los habitantes de este sufrido país. Se reunificarán las familias, se reabrirán fuentes de trabajo, también volverán nuestros médicos, ingenieros, etc. y toda la gente valiosa que se había ido. Nuestros hijos y nietos, podrán aspirar un futuro mejor, en donde imperen aquellos valores, por los cuales, sí vale la pena luchar y vivir. También volverá nuestro capital que había sido expatriado, y que necesitaremos para llevar a cabo las labores de reconstrucción nacional. Los tiempos de inseguridad están llegando a su fin, pero esperan tiempos de abnegación y de ardua lucha, en que se aunarán todas las energías para reconstruir la patria.
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