En mi pueblo, como en cualquier pueblo andino, la vida social giraba en torno a lo religioso.
La Villa de San Alejo de Boconó celebraba fiestas patronales en honor a la Virgen del Carmen y San Alejo. El santo dizque alejaba las pestes y las guerras y los malos amores, pero como decía mi tío, el cura: «¡Véanlo! Es un ejemplo de lo pendejo que puede ser un hombre. Murió bajo la escalera de su casa y su mujer lloraba de despecho cuando, por el aro de bodas, descubrió que el mendigo muerto era el marido virgen que creyó ausente». Al oírlo, yo pensaba: «Un santo como ese, solo podía alejar los soldados de las montoneras y por ello… las muchachas se enfermaban de gripes y anemias perniciosas, para terminar muñéndose de mal de amores, ya que no tenían enamorados de uniforme, sombrero de cogollo y cotizas».
A la feria llegaban colombianos que montaban juegos y bazares, y con una locha, uno podía ganarse una bacinilla de peltre con flores pintadas o un cuadro de Bolívar o un florero de celuloide. Pero eso era al apostar por vez primera, pues de la segunda en adelante, el colombiano pasaba la raqueta y dejaba a los jugadores con la ilusión por dentro, quejándose de la pava negra… que le había pegado el niguatoso que se le plantó al lado.
Los novios se conseguían comulgando los primeros viernes a las cinco de la mañana. Había que ser devoto y pertenecer a las hijas de María o a la cofradía del Santísimo y así, después de la misa, irse a pasear a la plaza, donde entre luces y retreta, siempre había un beso robado o una manita agarrada.
Mi familia, la más católica del pueblo, casi se muere de la emoción, el trece de mayo, cuando se les ocurrió disfrazarme de pastora de la Virgen de Fátima y me pusieron a andar por todo el pueblo con un ovejo berreándome al lado, hasta llegar a la iglesia, en cuya ala central me esperaba la virgen encaramada sobre una mata forrada de algodón, mientras mi hermanito Luis, vestido de ángel con una soga a la cintura y amarrado de una viga, daba gritos aleteando sobre la imagen.
Pero la fiesta más hermosa era la de San Isidro, cuando los campesinos de Tostós, la Loma Isleta, Miticún y el Colorao, bajaban al pueblo que los esperaba con arcos de frutas, flores, palmas y roscas de colores. Ellos paseaban al santo sobre sus yuntas de bueyes adornados con guirnaldas, fabricadas con lo mejor de sus cosechas y entonaban al cielo: «San Isidro Labrador, quita el agua y pon el sol, y el año que viene será mejor». ¡Era un día feliz! Se comía de todo lo que había. No había pobres ni ricos, pues todos agarrábamos lo que nos brindaban los arcos de las casas y las guirnaldas de los bueyes. Al morir la tarde y apoderarse del pueblo la reina de la noche, la romería se iba y con ellos… la hermandad, para no regresar sino hasta el año que viene…