Siempre he mantenido que el papel de la universidad no puede ser adaptarse a los cambios o responder a las exigencias de los gobiernos de turno, sino dirigir los cambios necesarios en un sentido ético y estético, que enrumben al país por los caminos de la justicia, la paz y el desarrollo sustentable. Esto requiere una crítica desprejuiciada de toda política sectaria y excluyente, y autocrítica sincera para corregir las propias desviaciones y superar la tentación del acomodo y la rutina. Este es el sentido genuino de la autonomía universitaria que debe convertirse en impulso para la innovación, la recreación permanente y la propia superación, en el horizonte de contribuir cada vez con mayor eficacia a la superación de los problemas.
No olvidemos que la autonomía universitaria se entendió como la independencia del mundo académico para enseñar e investigar de acuerdo con sus propias convicciones y libre de las presiones del poder político o religioso. Una Universidad sumisa contradice su esencia y niega su razón de ser. Lo mismo que una universidad encerrada en sí misma y de espaldas a la problemática local y nacional. De ahí que hoy debe mantenerse firme y valiente frente a políticas que buscan asfixiarla económicamente para convertirla en un instrumento servil del poder, y debe también entender la crisis como una extraordinaria oportunidad para renovarse y asumir con vigor su papel de promotora de los cambios necesarios y la gestación de profesionales competentes, de gran solidez ética y conciencia solidaria.
Por ello, la Universidad no sólo debe resistir, sino que tiene que aprovechar el momento que estamos viviendo como una oportunidad extraordinaria para refundarse y para asumir su misión de vanguardia del pensamiento libre y creativo, lo que va a suponer una universidad más abierta a las necesidades del país y, en consecuencia, que asuma la investigación como la estrategia fundamental para enfrentar y superar los problemas esenciales. Necesitamos universidades que contribuyan al enriquecimiento intelectual, político, económico, social, moral y espiritual, a la producción de soluciones y a la superación de la improductividad, la pobreza y la injusticia.
La gestación de modelos alternativos nunca es fácil y requiere mucha reflexión personal y colectiva, mucha capacidad de innovar y de crear, lo que sólo es posible desde la insatisfacción y la autocrítica que permita superar las deficiencias que se vienen señalando, que tienen que ver fundamentalmente con la rigidez curricular, la pedagogía transmisiva y enciclopédica, el déficit en una verdadera formación integral, y la práctica de la investigación, atrapada en camisas de fuerza metodológicas y que se asume como requisito academicista más que como medio para provocar la cultura de la innovación y resolver problemas esenciales.
Por supuesto, todo esto sólo será posible si los profesores cuentan con un sueldo que les permita vivir dignamente y seguirse formando e investigando sin angustias, para así evitar esa hemorragia de talento humano que está dejando a las universidades sin profesores e incluso sin alumnos. Por ello, el quedarse debe convertirse en una opción militante de trabajar con firmeza por salvar la universidad y salvar al país.